CUENTOS PARA LEER EN NOCHES DE LLUVIA: El inmortal mortal

El inmortal mortal

1833

Por Mary Wollstonecraft Shelley

(1797-1851)

Julio 16, 1833. Este es un memorable aniversario para mí; en él ¡completo mi tricentésimo vigésimo tercer año!

¿El judío errante?[1] Ciertamente que no. Más de dieciocho siglos han pasado sobre su cabeza. En comparación con él, soy un muy joven inmortal. ¿Soy, entonces, inmortal? Esta es una pregunta que me he hecho, día y noche, por ahora trescientos tres años, y todavía no puedo responderla. Detecté una cana entre mis castaños mechones hoy mismo… eso seguramente significa decadencia. Y aun así puede haber estado escondido allí por trescientos años… ya que algunas personas han tenido la cabeza enteramente blanca antes de los veinte años de edad.

Contaré mi historia, y mi lector juzgará por mí. Contaré mi historia, y así me las ingeniaré para pasar algunas pocas horas de una larga eternidad; se me hace tan agotador. ¡Para siempre! ¿Puede ser? ¡Vivir para siempre! He oído de hechizos, en los cuales las víctimas eran precipitadas en un sueño profundo, para despertar, después de cien años, tan frescas como siempre: he oído de los Siete Durmientes. Así, ser inmortal no sería tan agobiante: pero, ¡oh!, el peso del tiempo sin fin, ¡el tedioso pasaje de las horas que se suceden en silencio! ¡Cuán feliz era el legendario Nourjahad![2] Pero manos a la obra.

Todo el mundo ha oído de Cornelius Agrippa.[3] Su memoria es tan inmortal como sus artes me han hecho a mí. Todo el mundo también ha oído de su discípulo, quien, sin saberlo, excitó el fétido demonio durante la ausencia de su maestro, y fue destruido por él. El informe, verdadero o falso, de este accidente, fue atendido con muchos inconvenientes para el renombrado filósofo. Todos sus discípulos de inmediato lo abandonaron… sus sirvientes desaparecieron. No tenía a nadie cerca de él para colocar carbón en sus siempre encendidos fuegos mientras dormía, o para hacerse cargo de los cambiantes colores de sus medicinas mientras estudiaba. Falló experimento tras experimento, porque un par de manos era insuficiente para completarlos: los oscuros espíritus se reían de él por no ser capaz de retener un solo mortal a su servicio.

Yo era entonces muy joven, muy pobre y muy enamorado. Había sido por alrededor de un año el pupilo de Cornelius, aunque estuve ausente cuando este accidente tuvo lugar. A mi regreso, mis amigos me imploraron que no volviera a la morada del alquimista. Temblé mientras escuchaba la horrenda historia que me contaban; no necesité un segundo aviso, y cuando Cornelius vino y me ofreció una recompensa en oro si permanecía bajo su techo, sentí como si Satanás mismo me tentara. Mis dientes castañearon… se me pararon los pelos. Corrí tan veloz como mis temblequeantes rodillas me lo permitieron. Mis desfallecientes pasos fueron dirigidos adonde por dos años habían sido atraídos cada tarde: un manantial de delicado burbujeo y pura agua animada, junto al cual se demoraba una muchacha de pelo negro, cuyos radiantes ojos estaban fijos en el camino que yo estaba acostumbrado a pisar cada noche. No puedo recordar una hora en que no amé a Bertha. Habíamos sido vecinos y compañeros desde la infancia. Sus padres, como los míos, eran de vida humilde, aunque respetable; nuestro apego había sido causa de regocijo para ellos. En una inicua hora, una maligna fiebre causó la muerte de su padre y de su madre, y Bertha se convirtió en huérfana. Habría hallado un hogar bajo mi techo paterno, pero, infortunadamente, la anciana dama del castillo cercano, rica, sin hijos, y solitaria, declaró su intención de adoptarla.

De ahí en más Bertha fue vestida en seda. Habitó un palacio de mármol y fue considerada como altamente favorecida por la fortuna. Pero en su nueva situación entre sus nuevos iguales, Bertha permaneció fiel a su amigo de sus más humildes días; a menudo visitaba la rústica casa de su padre, y cuando tenía prohibido ir a aquel sitio, se desviaba hacia el bosque vecino, y me encontraba al lado de su umbría fuente.

Con frecuencia afirmaba que no debía ninguna obligación hacia su nueva protectora equivalente en santidad con la que nos ataba. Y aun así yo era muy pobre como para desposarme, y se cansó de estar atormentada por mi culpa. Tenía un orgulloso pero impaciente espíritu, y se enfadó con el obstáculo que impedía nuestra unión. Nos encontrábamos entonces después de una ausencia, y ella había estado penosamente asediada mientras yo estaba lejos. Se quejó amargamente, y casi me reprochó por ser pobre. Repliqué intempestivamente:

—¡Aunque pobre, soy honesto! ¡Si no lo fuera, pronto podría hacerme rico!

Esta exclamación generó mil preguntas. Me cuidé de alterarla, reteniendo la verdad, pero ella la extrajo de mí; y entonces, lanzándome una mirada de desdén, dijo:

—¡Finges amar, y temes enfrentar al Diablo por mí!

Protesté que solamente había sentido pavor de ofenderla, mientras ella hacía hincapié en la magnitud de la recompensa que recibiría. Así alentado —avergonzado por ella—, gobernado por amor y esperanza, riéndome de mis antiguos miedos, con rápidos pasos y corazón liviano, volví a aceptar las ofertas del alquimista, y fui instalado instantáneamente en mi cargo.

Transcurrió un año. Llegué a poseer una no insignificante suma de dinero. La costumbre había desterrado mis miedos. A pesar de la más penosa vigilancia, nunca había detectado un asomo de un pie hendido, ni el estudioso silencio de nuestra morada jamás fue perturbado por gritos demoníacos. Todavía continuaban mis encuentros a hurtadillas con Bertha, y la Esperanza alboreó en mí. Esperanza, pero no perfecta dicha, ya que Bertha se figuraba que amor y seguridad eran enemigos, y su placer era dividirlos en mi pecho. Aunque sincera de corazón, ella era algo coqueta en sus modales; yo era celoso como un turco. Me desairó de mil maneras, y aun así, nunca reconocería estar equivocada. Me volvía loco de rabia, y luego me forzaba a pedirle perdón. A veces imaginaba que yo no era suficientemente sumiso, y entonces tenía alguna historia de un rival, favorecido por su protectora. Estaba rodeada por jóvenes vestidos de seda —los ricos y alegres—. ¿Qué posibilidad tenía el estudiante vestido en tristeza de Cornelius comparado con éstos?

En una ocasión, el filósofo hizo gran demanda de mi tiempo, y yo no podía encontrarme con ella como acostumbraba. Él estaba ocupado en algún imponente trabajo, y me vi obligado a permanecer, día y noche, alimentando sus incineradores y observando sus preparaciones químicas. Bertha esperaba por mí en vano en la fuente. Su arrogante espíritu se disparó con este descuido, y cuando al fin me escabullí por unos pocos minutos que me otorgaron para dormitar, y esperanzado de ser consolado por ella, me recibió con desdén, me despidió con desprecio, y juró que cualquier hombre tendría su mano antes que aquél que no podía estar en dos lugares en el acto por ella. ¡Se vengaría! Y verdaderamente lo hizo. En mi sórdido retiro escuché que ella había estado cazando, asistida por Albert Hoffer. Albert Hoffer estaba favorecido por su protectora, y los tres pasaron en cabalgata delante de mi ventana ennegrecida por el humo. Me pareció que mencionaban mi nombre; fue seguido de una risa de sarcasmo, mientras sus oscuros ojos contemplaban desdeñosamente hacia mi morada. Los celos, con todo su veneno y toda su miseria, penetraron en mi pecho. Entonces derramé un torrente de lágrimas, al pensar que nunca la llamaría mía; y acto seguido, imprequé mil maldiciones por su inconstancia. Y aun así, todavía tenía que agitar los fuegos del alquimista, todavía tenía que hacerme cargo de sus ininteligibles medicinas.

Cornelius había vigilado por tres días con sus noches y no había cerrado los ojos. El progreso de sus alambiques era más lento de lo que supuso: a pesar de su ansiedad, el sueño se cargó en sus párpados. Una y otra vez se quitó de encima el adormecimiento con energía más que humana; una y otra vez se escabullían sus sentidos. Atisbó sus crisoles tristemente.

—No está listo todavía —murmuró— ¿pasará otra noche antes de que mi trabajo esté cumplido? Winzy[4], tú eres vigilante… tú eres fiable… tú has dormido, mi muchacho… dormiste anoche. Mira la vasija de vidrio. El líquido que contiene es de un suave color rosa: en el momento en que comience a cambiar de matiz, despiértame… hasta entonces podré cerrar mis ojos. Primero, se volverá blanco, y luego emitirá destellos dorados; pero no esperes hasta ese momento; cuando el color rosa se desvanezca, despiértame.

Apenas escuché sus últimas palabras, murmuradas, como fueron, desde el sueño. Incluso entonces no se entregó a la naturaleza.

—Winzy, mi muchacho —dijo de nuevo—, no toques la vasija… no la apoyes en tus labios; es un filtro… un filtro para curar el amor; tú no desistirías de amar a tu Bertha… ¡cuídate de beber!

Y se durmió. Su venerable cabeza se hundió en su pecho, y yo apenas oía su regular respiración. Por unos pocos minutos observé la vasija… el rosado matiz del líquido permanecía sin cambios. Luego mis pensamientos vagaron… visitaron la fuente, y se detuvieron en mil cautivantes escenas que nunca se repetirían… ¡nunca! Serpientes y culebras estaban en mi corazón cuando la palabra “¡Nunca!” medio se formaba en mis labios. ¡Falsa doncella!… ¡Falsa y cruel! Nunca más me sonreiría como esa tarde sonrió a Albert. ¡Despreciable, odiada mujer! No me quedaría sin vengar… vería a Albert expirar a sus pies… moriría bajo mi venganza. Había sonreído con desdén y triunfo… sabía de mis penurias y su poder. ¿Pero qué poder tenía?… el poder de excitar mi odio… mi completo desprecio… mi… oh, ¡todo menos indiferencia! ¿Podría yo lograr que… podría mirarla con ojos indiferentes, trasladando mi rechazado amor a alguien más buena y más sincera?, ¡esa sería de verdad una victoria! Un brillante destello cruzó ante mis ojos. Había olvidado la medicina del adepto[5]; la observé con admiración: destellos de admirable belleza, más brillantes que los que emiten los diamantes cuando los rayos del sol se encuentran sobre ellos, centelleaban desde la superficie del líquido; y el olor más fragante y grácil se coló en mis sentidos; la vasija parecía un globo de resplandor vivo, adorable a la vista, y lo más invitante a ser probado. El primer pensamiento, instintivamente inspirado por la más vulgar sospecha, fue: beberé… debo beber. Llevé la vasija hacia mis labios.

—Me curará de amor… ¡de la tortura!

Ya había tragado la mitad del más delicioso licor jamás probado por paladar humano, cuando el filósofo se despertó. Comencé… dejé caer el vaso… el fluido ardió y centelleó por el piso, mientras sentía que Cornelius me asía la garganta, y chillaba con fuerza:

—¡Desgraciado! ¡Has destruido el trabajo de mi vida!

El filósofo estaba totalmente inadvertido de que yo había bebido alguna parte de su droga. Su idea era, y le di un tácito asentimiento, que había levantado la vasija por curiosidad, y que, atemorizado por su brillantez, y los destellos de intensa luz que proyectaba, la había dejado caer. Nunca lo desengañé. El fuego de la medicina estaba extinto, la fragancia se desvaneció. Él se calmó, como un filósofo debe hacerlo bajo las más duras pruebas, y me despidió para que descansara.

No intentaré describir el sueño de gloria y beatitud que bañaron mi alma en el paraíso durante las restantes horas de esa memorable noche. Las palabras serían débiles y superficiales muestras de mi deleitación, o del regocijo que poseyó mi pecho cuando desperté. Pisaba en el aire… mis pensamientos estaban en el cielo. La tierra parecía el cielo, y mi patrimonio sobre ella era estar en trance de gozo. “Así es estar curado de amor”, pensé, “veré a Bertha hoy, y ella encontrará a su amante frío y desconsiderado; demasiado feliz para ser desdeñoso, ¡pero cuán completamente indiferente a ella!”

Las horas pasaron danzando. El filósofo, seguro de que había tenido éxito una vez, y creyendo que podría tenerlo de nuevo, comenzó a preparar en secreto la misma medicina una vez más. Se encerró con sus libros y drogas, y tuve el día libre. Me vestí con cuidado. Me observé en un viejo pero pulido escudo que me servía de espejo. Me pareció que mi buen parecer había mejorado maravillosamente. Me apresuré a ir más allá de los límites del pueblo, dicha en mi alma, la belleza del cielo y la tierra a mi alrededor. Dirigí mis pasos hacia el castillo… podía ver sus altivos torreones con ligereza de corazón, porque estaba curado de amor. Mi Bertha me vio a la distancia, mientras subía por la avenida. No sé qué repentino impulso animó su pecho, pero al verme, saltó con un ligero salto de cervatilla por los escalones de mármol, y ya estaba corriendo hacia mí. Pero otra persona me había notado. La vieja bruja de alta cuna, que se llamaba a sí misma su protectora, y era su tirana, también me había visto; cojeó, jadeando, hacia la terraza; un paje, tan feo como ella, sostenía la cola de su vestido, y la abanicaba mientras ella se afanaba hacia delante, y detenía a mi bella niña con un:

—¿Qué es esto, mi audaz señorita? ¿Adónde, tan rápido? De vuelta a vuestra jaula… ¡Los halcones están merodeando!

Bertha entrelazó las manos… sus ojos estaban todavía empecinados en mi figura que se aproximaba. Vi el desafío. Cómo aborrecí a la vieja arpía que frenaba los bondadosos impulsos del ablandado corazón de mi Bertha. Hasta ese momento, el respeto a su condición había motivado que evitara a la dama del castillo; ahora despreciaba tales triviales consideraciones. Estaba curado de amor, y elevado por sobre todos los temores humanos; avancé presuroso, y pronto llegué a la terraza. ¡Cuán adorable se veía Bertha! Sus ojos destellando pasión, sus mejillas resplandeciendo de impaciencia y rabia, estaba mil veces más grácil y encantadora que nunca. Yo ya no amaba… ¡Oh, no! Yo la adoraba… la veneraba… ¡la idolatraba!

Esa mañana ella había sido perseguida, con vehemencia mayor a la normal, para que consintiera a un inmediato casamiento con mi rival. Le echaron en cara el aliciente que le había mostrado… la amenazaron con ser arrojada fuera de casa con deshonra y vergüenza. Su orgulloso espíritu se alzó en armas con la amenaza; pero cuando recordó el vilipendio que había depositado sobre mí, y cómo, tal vez, había así perdido a alguien a quien ahora miraba como su único amigo, lloró con remordimiento y furor. En ese momento aparecí.

—¡Oh, Winzy! —exclamó—, llévame al camastro de tu madre; rápidamente permíteme dejar los odiados lujos y aflicciones de esta noble mansión… llévame a la pobreza y a la felicidad.

La tomé en mis brazos con embeleso. La vieja dama estaba sin habla por la furia, y prorrumpió en invectivas sólo cuando estábamos lejos por el camino a mi rústica casa natal. Mi madre recibió a la bella fugitiva, fugada de una jaula dorada a la naturaleza y a la libertad, con ternura y júbilo; mi padre, que la amaba, la recibió cordialmente. Fue un día de regocijo, que no necesitaba la adición de la celestial poción del alquimista para empaparme en gozo.

Pronto después de este memorable día, me convertí en el esposo de Bertha. Renuncié a ser el estudiante de Cornelius, pero continué siendo su amigo. Siempre me sentí agradecido con él por haberme, sin saberlo, provisto ese delicioso trago de un divino elixir, el cual, en vez de curarme de amor (¡triste cura!, remedio solitario y sin alegría para flagelos que parecen bendiciones para la memoria), me había inspirado de coraje y resolución, ganando así para mí un inestimable tesoro con mi Bertha.

A menudo traía a la memoria ese período de trance, como de embriagamiento con maravilla. La bebida de Cornelius no había llevado a cabo la tarea para la cual él afirmaba que había sido preparada, pero sus efectos fueron más potentes y bienaventurados de lo que las palabras pueden expresar. Se habían desvanecido por grados, aunque permanecieron por mucho tiempo… y pintaron la vida con matices de esplendor. Bertha a menudo se admiraba de mi ligereza de corazón y desacostumbrado alborozo; ya que antes había sido bastante serio, o incluso triste en mi disposición. Ella me amaba más por mi estado de ánimo alegre, y nuestros días estaban alados de dicha.

Cinco años más tarde repentinamente me llamaron al lecho del moribundo Cornelius. Había mandado por mí deprisa, invocando mi presencia al instante. Lo encontré tendido sobre su camastro, mortalmente debilitado; toda la vida que aun quedaba animaba sus penetrantes ojos, y éstos estaban fijos en una vasija de vidrio, llena de líquido rosado.

—¡Mira —dijo, con voz quebrada y hacia adentro—, la vanidad de los deseos humanos! Por segunda vez mis esperanzas están por ser coronadas, por segunda vez están destrozadas. Observa ese licor… tal vez recuerdes cinco años atrás había preparado lo mismo, con el mismo éxito; …entonces, como ahora, mis sedientos labios esperaban probar el elixir inmortal… ¡tú lo estrellaste! y en este momento es demasiado tarde.

Hablaba con dificultad, y cayó sobre su almohada. No pude evitar decir:

—¿Cómo, venerado maestro, puede una cura para el amor restituirle la vida?

Una lánguida sonrisa relució a través de su rostro mientras yo escuchaba con atención su apenas inteligible respuesta.

—Una cura para el amor y para todas las cosas… el Elixir de la Inmortalidad. ¡Ah!, si ahora pudiera beber, ¡viviría para siempre!

Mientras hablaba, un destello dorado centelleó del fluido. Una bien recordada fragancia invadió el aire; se incorporó, débil como estaba… la fuerza parecía reingresar milagrosamente en su cuerpo… extendió su mano… una fuerte explosión me asustó… un rayo de fuego subía del elixir, ¡y la vasija de vidrio que lo contenía se hacía astillas! Volví la vista hacia el filósofo; había caído hacia atrás… sus ojos estaban vidriosos… sus rasgos rígidos… ¡estaba muerto!

Pero yo vivía, ¡e iba a vivir para siempre! Eso dijo el infortunado alquimista, y por unos días creí en sus palabras. Recordé la gloriosa intoxicación que había seguido a mi trago robado. Reflexioné en el cambio que había sentido en mi cuerpo… en mi alma. La saltarina elasticidad de uno… la radiante ligereza de la otra. Me examiné en un espejo, y no pude percibir ningún cambio en mis rasgos durante el espacio de los cinco años que habían transcurrido. Recordé los radiantes matices y el grácil aroma de esa deliciosa bebida… Digno obsequio era capaz de conferir… yo era, entonces, ¡INMORTAL!

Pocos días más tarde me reía de mi credulidad. El viejo proverbio de que “nadie es profeta en su tierra”, era verdad con respecto a mí y a mi difunto maestro. Lo amaba como hombre… lo respetaba como sabio… pero me burlaba de la noción de que él pudiera dominar a los poderes de la oscuridad, y me reía de los miedos supersticiosos con los que era considerado por el vulgo. Él fue un docto filósofo, pero no tenía relación con ningún espíritu más que con los que estaban vestidos de carne y hueso. Su ciencia era simplemente humana; y la ciencia humana, pronto me persuadí, nunca podría conquistar las leyes de la naturaleza hasta el punto de aprisionar el alma para siempre dentro de su morada carnal. Cornelius había destilado una bebida refrescante para el alma… más embriagante que el vino… más dulce y fragante que cualquier fruta. Poseía probablemente potentes poderes medicinales, impartiendo gozo al corazón y vigor a los miembros; pero sus efectos se desgastaban; ya estaban disminuyendo en mi cuerpo. Era un sujeto afortunado al haber bebido a grandes tragos salud y espíritu jovial, y quizá una larga vida, de las manos de mi maestro. Pero mi buena fortuna terminaba ahí: la longevidad era muy diferente de la inmortalidad.

Continué solazándome en esta convicción por muchos años. A veces un pensamiento me invadía… ¿Realmente el alquimista estaba engañado? Pero mi creencia era que yo debería encontrar el destino de todos los hijos de Adán a la hora señalada… un poco más tarde, pero todavía a una edad natural. No obstante era indiscutible que conservaba una magnífica apariencia juvenil. Se reían de mí por mi vanidad de consultar el espejo tan seguido, pero consultaba en vano… mis cejas estaban firmes… mis mejillas… mis ojos… mi persona toda continuaba tan impoluta como en mis veinte. Estaba preocupado. Observaba la evanescente belleza de Bertha… yo más bien parecía su hijo. Gradualmente nuestros vecinos comenzaron a hacer observaciones similares, y averigüé al fin que me llamaban el Estudiante hechizado. La propia Bertha se volvió recelosa. Se tornó suspicaz e irascible, y al fin comenzó a cuestionarme. No teníamos hijos; éramos en definitiva uno para el otro; y así y todo, a medida que ella envejecía, su vivaz espíritu se asoció un poco al malhumor, y su belleza disminuyó tristemente, la abrigaba en mi corazón como la amante que idolatraba, la esposa que había buscado y logrado con tan perfecto amor.

Finalmente nuestra situación se volvió intolerable: Bertha tenía cincuenta años… yo, veinte. Había, con mucha vergüenza, en alguna medida adoptado los hábitos de la edad avanzada; ya no me mezclaba en la danza entre los jóvenes y alegres, pero mi corazón brincaba a la par de ellos mientras que refrenaba mis pies; y una contrita figura daba yo entre los Néstores[6] de nuestra aldea. Pero antes del momento que menciono, las cosas se alteraron… éramos universalmente rechazados; se nos denunciaba… al menos, a mí me denunciaban por haber tenido una relación pecaminosa con alguno de los supuestos amigos de mi maestro. A la pobre Bertha le tenían lástima, pero la dejaban sola. Yo era mirado con horror y aborrecimiento.

¿Qué se podía hacer? Nos sentábamos a nuestro fuego de invierno… la pobreza se había hecho sentir, ya que nadie compraba la producción de mi granja, y a menudo me había visto forzado a viajar veinte millas hasta algún lugar donde no me conocían, para disponer de nuestra mercadería. Es verdad, habíamos ahorrado algo para los días malos… esos días estaban con nosotros.

Nos sentamos a nuestro solitario fogón… el joven con corazón de viejo y su anticuada esposa. Otra vez Bertha insistió en saber la verdad; recapituló todo lo que alguna vez había escuchado decir de mí, y agregó sus propias observaciones. Me conminó a repudiar el hechizo; describió cuánto mucho más atractivos eran los cabellos grises que mis mechones castaños; alabó la reverencia y el respeto debidos a la edad… cuán preferible a la ligera atención dada a los meros niños: ¿podía yo imaginar que los despreciables dones de la juventud y el buen parecer pesaban más que la desgracia, el odio y el desprecio? Más aun, al final me quemarían como un practicante de la magia negra, mientras ella, a quien no me había dignado comunicarle ninguna porción de mi buena fortuna, podría ser apedreada como mi cómplice. Al final insinuó que debía compartir mi secreto con ella, y otorgarle beneficios similares a los que yo gozaba, o me denunciaría… y luego estalló en lágrimas.

Así acosado, pensé que era la mejor manera de decir la verdad. Le revelé tan afectuosamente como pude, y hablé sólo de una muy larga vida, no de inmortalidad… cuya representación, ciertamente, coincidía mejor con mis propias ideas. Cuando terminé me puse de pie y dije:

—Y ahora, mi Bertha, ¿denunciarás al amante de tu juventud? No lo harás, lo sé. Pero es demasiado duro, pobre esposa mía, que sufras por mi mala suerte y las condenadas artes de Cornelius. Te dejaré… tú tienes suficiente salud, y los amigos volverán con mi ausencia. Iré: joven como parezco y fuerte como soy, puedo trabajar y ganar mi sustento entre extraños, insospechado y desconocido. Te amé en la juventud; Dios es mi testigo de que no te abandonaría en la vejez, pero que tu seguridad y felicidad lo requieren.

Tomé mi capa y me encaminé hacia la puerta; en un momento los brazos de Bertha estuvieron alrededor de mi cuello, y sus labios oprimieron los míos.

—No, mi esposo, mi Winzy —dijo—, no irás solo… llévame contigo; nos mudaremos de este lugar, y como dices, entre extraños seremos insospechados y estaremos seguros. No soy tan vieja como para avergonzarte, mi Winzy, y me atrevo a decir que el encanto pronto desaparecerá, y con la bendición de Dios, tendrás más aspecto de hombre mayor, como es apropiado. No me dejarás.

Devolví el abrazo de esa buena alma efusivamente.

—No, mi Bertha; pero por tu bien no había pensado en tal cosa. Seré tu sincero, fiel marido mientras te mantengas a mi lado, y cumpliré mis obligaciones hacia ti hasta el final.

Al otro día nos preparamos secretamente para nuestra emigración. Nos vimos obligados a hacer grandes sacrificios pecuniarios… no se podía evitar. Reunimos una suma suficiente, al menos, para mantenernos mientras Bertha viviera, y sin decir adiós a nadie, dejamos nuestro país natal para refugiarnos en una remota región del oeste de Francia. Fue algo cruel desplazar a Bertha de su pueblo natal y de los amigos de su juventud, a un nuevo país, a un nuevo idioma, a nuevas costumbres. El extraño secreto de mi destino hacía, para mí, intrascendente este alejamiento; pero la compadecía profundamente, y estaba contento de percibir que ella hallaba compensación por sus desgracias en una variedad de pequeñas ridículas circunstancias.

Lejos de todos los chismosos cronistas, buscó reducir la evidente disparidad de nuestras edades por medio de mil artes femeninas… rouge, ropa juvenil, y cultivó actitudes joviales. Yo no podía estar enojado. ¿No llevaba yo una máscara? ¿Por qué discutir por la de ella, sólo porque era menos exitosa? Me apené profundamente cuando recordaba que esta era mi Bertha, a quien había amado tan tiernamente y ganado con tal embeleso… la muchacha de ojos negros, pelo negro, con sonrisas de cautivante picardía y paso de cervatilla… esta melindrosa, de sonrisa afectada, celosa anciana mujer. Debí haber reverenciado sus canosos mechones y marchitas mejillas; ¡pero así!… Era mi obra, lo sabía, pero no deploraba menos este tipo de debilidad humana.

Su recelo nunca dormía. Su principal ocupación era descubrir que, a pesar de las apariencias externas, yo estaba avenjentándome. Verdaderamente creo que la pobre alma me amaba sinceramente en su corazón, pero nunca una mujer tuvo una manera tan martirizante de desplegar cariño. Percibía arrugas en mi cara y decrepitud en mi andar, mientras yo saltaba de aquí para allá con vigor juvenil, el más joven aspecto de veinte abriles. Nunca me atreví a dirigirme a otra mujer. En una ocasión, figurándose que la bella del pueblo me observaba con ojos complacientes, me compró una peluca gris. Su constante discurso entre sus conocidos era que aunque me veía tan joven, había decadencia en proceso dentro de mi cuerpo, y afirmaba que el peor síntoma era mi aparente salud. Mi juventud era una enfermedad, decía, y debía en todo momento estar preparado, si no para una repentina y horrible muerte, al menos para despertar una mañana con el pelo blanco, y encorvado, con todas las marcas de la edad avanzada. La dejé hablar… a menudo me sumaba a sus conjeturas. Sus advertencias estaban en armonía con mis incesantes especulaciones concernientes a mi estado, y tomé un enfático aunque doloroso interés en escuchar todo lo que su rápido ingenio y excitada imaginación podían decir sobre el tema.

¿Por qué hacer hincapié en estas nimias circunstancias? Vivimos por muchos largos años. Bertha quedó postrada en cama y paralítica; la cuidé como una madre a su hija. Se volvió irritable, y todavía pulsaba una cuerda… de cuánto tiempo yo la sobreviviría. Ha sido siempre motivo de consuelo para mí, el que cumpliera mis obligaciones con ella escrupulosamente. Había sido mía en la juventud, era mía en la vejez; y al fin, cuando amontoné el césped sobre su cadáver, lloré al sentir que había perdido todo lo que realmente me ataba a la humanidad.

Desde entonces, ¡cuántos han sido mis desvelos e infortunios, cuán pocas y vacías mis alegrías! Me detengo aquí en mi historia… No proseguiré más allá. Un marino sin timón o compás, arrojado a una tormenta marina… un viajante perdido en un extenso brezal, sin hitos o piedras para guiarlo… de tal forma he estado: más perdido, más desesperado que cualquiera. Un barco que se acerca, un destello de alguna costa lejana, podrían salvarlos; pero yo no tengo ningún faro excepto la esperanza de la muerte.

¡Muerte! ¡Misteriosa amiga de rostro malévolo de la débil humanidad! ¿Por qué únicamente a mí, de todos los mortales me has desamparado de tu protector redil? ¡Oh, por la paz de la tumba! ¡El profundo silencio de la aherrojada tumba! Ese pensamiento cesaría de obrar en mi cerebro, y mi corazón ya no latiría con emociones variadas solamente por nuevas formas de tristeza.

¿Soy inmortal? Vuelvo a mi primera pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que la bebida del alquimista estuviera cargada más bien con longevidad que con vida eterna? Tal es mi esperanza. Y entonces que se recuerde, que sólo bebí la mitad de la poción preparada por él. ¿No fue el total necesario para completar el encantamiento? Haber derramado la mitad del Elixir de la Inmortalidad significa ser nada más que medio inmortal… mi Eternidad es así trunca y nula.

Pero de nuevo, ¿quién numerará los años de la mitad de la eternidad? A menudo trato de imaginarme por qué regla el infinito podría ser dividido. A veces imagino la edad avanzando sobre mí. Una cana he encontrado. ¡Tonto! ¿Me lamento? Sí, el temor a la edad y a la muerte con frecuencia se arrastra fríamente dentro de mi corazón; y cuanto más vivo, más tengo pavor a la muerte, aun cuando aborrezco a la vida. Tal enigma es el hombre… nacido para perecer… cuando guerrea, como yo, contra las leyes establecidas de la naturaleza.

Pero por esta anomalía de presentimiento seguramente pueda morir: la medicina del alquimista no sería a prueba de fuego, espada, ni de las sofocantes aguas. He contemplado las azules profundidades de muchos plácidos lagos, y el tumultuoso apresuramiento de muchos poderosos ríos, y he dicho, la paz habita en esas aguas; y aun así he vuelto sobre mis pasos, para vivir otro día. Me he preguntado si el suicidio sería un crimen en alguien a quien sólo así los portales del otro mundo podrían abrírseles. He hecho todo, excepto presentarme como soldado o duelista, un reparo a la destrucción de mi… no, no mis semejantes mortales, y por lo tanto me he echado atrás. No son mis semejantes. El inextinguible poder de vida en mi cuerpo y la efímera existencia nos ubican tan separadamente como lo están los polos. No podría levantar una mano contra el más vil o el más poderoso entre ellos.

Así he continuado viviendo por muchos años… solo, y harto de mí mismo… deseoso de muerte, aunque nunca muriendo… un inmortal mortal. Ni la ambición ni la avaricia pueden entrar en mi mente, y el amor ardiente que corroe mi corazón, nunca habrá de volver… nunca encontrará un igual en el cual pueda consumirse… vive allí sólo para atormentarme.

Hoy mismo he concebido una idea por la cual podría terminar con todo… sin auto-masacrarme, sin hacer un Caín a otro hombre… una expedición a la cual ningún cuerpo mortal pueda jamás sobrevivir, incluso recubierto de la juventud y la fortaleza que habitan en el mío. Así pondré mi inmortalidad a prueba, y descansaré por siempre… o retornaré, la maravilla y el benefactor de la especie humana.

Antes de partir, una miserable vanidad me ha motivado a escribir estas páginas. No moriría sin dejar ningún nombre atrás. Tres centurias han pasado desde que tragué la fatal bebida; otro año no pasará antes de que, encontrándome con gigantescos peligros, enfrentando los poderes de la helada en su morada, asediado por el hambre, el trabajo agotador y la enfermedad, rinda este cuerpo, jaula demasiado tenaz para un alma sedienta de libertad, a los destructivos elementos del aire y el agua; o, si sobrevivo, mi nombre será recordado como uno de los más famosos entre los hijos de los hombres; y lograda mi tarea, adoptaré medios más resolutos, y esparciendo y aniquilando los átomos que componen mi cuerpo, liberaré la vida aprisionada dentro, y tan cruelmente vedada de remontarse de esta opaca tierra a una esfera más compatible con su esencia inmortal.



[1] El judío errante: personaje legendario condenado a vagar hasta el fin de los días en castigo por las afrentas a Jesucristo en su camino al Calvario. Ha inspirado muchas obras literarias. (N. del T.)

[2] Nourjahad: personaje de una obra de Frances Sheridan (1767). Un sultán le hizo creer que era inmortal y que sus sueños duraban varios años. (N. del T.)

[3] Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim (1486-1535), místico y alquimista alemán. (N. del T.)

[4] Winzy: la palabra escocesa winze significa “maldición”. (N. del T.)

[5] Adepto: antiguamente, alquimista. (N. del T.)

[6] Los Néstores: los ancianos, en referencia al personaje homérico Néstor, famoso por su avanzada edad y sabiduría. (N. del T.)