CUENTOS PARA LEER EN NOCHES DE LLUVIA: La niebla estaba allí

La niebla estaba allí

Polvo en el viento.
Todo lo que somos es polvo en el viento.

Kerry Livgren

—¿Será esta noche?

Mandrini sabía que no existía ningún fundamento para responder a su pregunta. Todavía no. Pero necesitaba manifestar su inquietud.

Se ajustó el gabán.

—Puede ser —dijo su compañero—, puede ser.

Mandrini observó por la ventana. El azul de la tarde se oscurecía. El cementerio era una ciudad de pequeñas casas que no encendían luces cuando se acercaba la noche.

El cristal estaba empañado y Mandrini lo limpió con su mano enguantada. La claridad de un farol (el que iluminaba la entrada al edificio del personal) se reflejaba en la brillante humedad del piso.

Su compañero, Requejo, de barba en candado ya más blanca que gris, encendió la radio y un tango llenó la pequeña habitación. Durante largo rato escucharon la música en silencio. De pronto Mandrini se acercó al termómetro que colgaba en la pared de afuera. Estaba colocado muy cerca de la ventana, para que se pudiera leer desde el interior.

—Marca cero grado —dijo Mandrini.

—Enseguida van a pasar el pronóstico.

—El que importa es el de aquí. Está bajando mucho la temperatura. No es normal. Hace un rato hacía cinco grados y ahora marca cero. Y fijate los panteones, están chorreando, parece que sudaran –hizo una pausa-. Y además, lo presiento, Requejo. Decime que vos no lo sentís.

Requejo no dijo nada. Otro tango estaba terminando.

—Es esta noche, ¿verdad?

—Sí, es esta noche.

—¿No habrá quedado nadie, no?

—Hay que fijarse. Lo que podamos.

—Entonces, vamos ya. Cuanto antes, mejor.

—¿Y las palas?

—Están allí, donde están siempre. Por eso no te preocupés.

—Entonces, vamos.

—Sí, vamos.

La voz de la locutora anunció las noticias.

Gonzalo sintió que sus huesos eran como helados caños de hierro incrustados entre sí. Había perdido la noción del tiempo. Se dio cuenta de que ya era de noche, y de que hacía frío, mucho frío. Estaba arrodillado y al levantarse sintió punzadas de dolor en las piernas. Tardó unos segundos en lograr el equilibrio. Tenía que irse y de nuevo la pena lo invadió. De haber tenido lágrimas, habría llorado. Hasta la próxima, Rocío, mi amor, te quiero más que en vida y menos que cuando nos encontremos allá, donde estás. Adiós, Rocío, adiós, mi vida. Besó la punta de sus dedos y los acercó a la madera lustrada. Estaba húmeda.

Escuchó unos pasos y la luz de una linterna le hirió los ojos.

—Señor, qué hace aquí.

Se cubrió con una mano haciendo visera y pudo ver a dos hombres mayores, abrigados con sendos gabanes. Al que tenía la linterna la luz se le reflejaba en sus anteojos de metal redondos. Del otro, la barba clara se le destacaba en la cara. Debían ser empleados. A Gonzalo le costó hablar.

—Perdí… perdí la noción del tiempo y…

—Bueno, después nos cuenta. Ahora tenemos que ir la oficina, rápido —dijo el de la linterna.

—Yo ya me voy.

—Ya es tarde para eso. Venga.

A Gonzalo le sorprendió la autoridad con que el hombre había hablado. Cerró la puerta de hierro y le puso el candado. Una resaca de angustia lo invadió al mirar la oscuridad en que había quedado el pequeño recinto destinado, más tarde o más temprano, a la “Familia Machado”, como advertían las letras negras sobre la pared de granito. Rocío ya ocupaba su lugar. Se volvió y los tres se pusieron en camino. Le extrañó darse cuenta de que estaba desorientado por completo. Caminó siguiendo con la mirada los pies de los dos hombres y, delante de ellos, la luz de la linterna. El silencio, aparte del ruido que hacían al caminar, era tan opresivo que a Gonzalo le hacía zumbar los oídos. Y no había viento. Los árboles parecían esculpidos, como los ángeles sobre los techos de las bóvedas. Sintió el frío en la coronilla; en los últimos meses había perdido el poco pelo que le quedaba en esa parte de la cabeza. Al cruzar una callejuela Gonzalo levantó la vista. Al fondo, lejos, se veía un tenue vapor, aparentemente quieto. Miró hacia el otro lado de la callejuela. También por ese lado había vapor.

—Rápido —dijo el hombre de la barba, que hasta ese momento no había hablado.

Se apresuraron. Llegaron hasta las escalinatas de un edificio con columnas como de un templo griego. En el centro, arriba, se podía leer “Personal” en un cartel verde pizarrón con toscas letras blancas. Seguro que ese cartel no estaba en los planes del arquitecto, pensó Gonzalo con ironía.

Cuando llegaron al cuarto el alivio de los dos empleados era evidente. A pesar de la baja temperatura, el de la linterna estaba transpirando. Le preguntó a Gonzalo cómo se llamaba y luego dijo:

—Yo soy Mandrini, él es Requejo. Tenemos poco tiempo así que no puedo explicar mucho. No sé si vio la niebla cuando veníamos.

—Sí, todo alrededor.

—Alrededor, sí. Pero se va a acercar y va a tratar de alcanzarnos.

—No le entiendo.

—Fácil: la niebla va a tratar de envolvernos. Pero le repito que no hay tiempo que perder. Después discutimos –y añadió por lo bajo:- si es que le quedan ganas.

Requejo ya se había puesto a trabajar. Entregó a Mandrini y a Gonzalo un par de rollos de cinta aisladora bien gruesa, y entre los tres se dedicaron a sellar las rendijas. Todo el perímetro de las puertas, las ventanas, los respiraderos. Gonzalo pensó que habían terminado, pero cuando los resquicios estuvieron cubiertos, los dos hombres comenzaron de nuevo, poniendo más cinta sobre la primera, en ambos bordes. Gonzalo los imitó. Desenrollaba el plástico negro, lo cortaba con los dientes, lo pegaba. Nada de esto tenía mucho sentido. No dejar entrar la niebla. ¿Estarían locos? No parecían desquiciados, pero no siempre la locura es evidente. ¿Cómo una visita a la tumba de su esposa se había transformado en una frenética labor de armar una barrera contra una masa de vapor de agua? Era un delirio. Lo que tenía que hacer era salir de ese lugar que trastornaba. Entonces miró por la ventana.

La niebla estaba allí.

Había avanzado en forma increíblemente veloz. Ahora podía verla bien. No era una niebla común; era lechosa y amarillenta y se movía en volutas, como una silenciosa tormenta marina. Esa niebla… esa niebla no estaba bien.

—Ahí viene —dijo Requejo.

—Espero que este año pase rápido —dijo Mandrini mientras depositaba los rollos sobre la mesa. Después agregó:— Vengan, pónganse aquí en el medio, no estén cerca de las ventanas.

Los dos obedecieron. La bruma alcanzó los vidrios y no se veía más que niebla, turbia niebla de cera que se revolcaba sobre sí misma, como si estuviera venenosamente iracunda.

Gonzalo observó a los hombres. Las arrugas que nacían de la nariz y en las comisuras de la boca eran como tajos negros sobre los rostros pálidos. Tenían miedo, eso era indudable, pero no tanto como para perder la compostura. Aparentemente no era la primera vez que pasaban por esto.

—Tranquilo —le dijo Mandrini—, estamos bien aislados.

Gonzalo asintió con la cabeza. Volvió a mirar las ventanas. Notó que la niebla no tenía la misma consistencia en todas partes. Sobre el borde izquierdo de la ventana pequeña el vapor había tomado más densidad que en otros lados. Casi parecía sólida, de nácar.

Y el vidrio estalló hacia adentro. Gonzalo sintió cómo una astilla le rozaba la mejilla.

Y la niebla se derramó.

Gonzalo miró a los hombres. Estaban estáticos, no sabían cómo reaccionar. Seguro que esto nunca les había sucedido. Gonzalo supo que tenía que hacer algo. Buscó desesperadamente por toda la habitación cualquier objeto, lo que fuera, para tapar el agujero. Unas sillas, una heladera y una cafetera. Nada que sirviera. Entonces tuvo una idea. Se sacó la campera, la hizo un bollo y se arrojó sobre el hueco. Sus manos se hundieron en la niebla y fue como meterlas en la nieve.

—¡Los gabanes!

Los empleados entendieron y se sacaron los gabanes, pero no se animaban a acercarse al banco neblinoso que había ingresado. Gonzalo se dio cuenta y les ordenó que le arrojaran los abrigos. Así lo hicieron y Gonzalo, a pesar de que le dolían terriblemente las manos y los antebrazos, se las arregló para taponar la entrada. Solamente necesitó su campera y otro gabán, que ayudaba a sostenerlo.

Se miró las manos. Estaban transparentes de tan congeladas. Los hombres observaban con recelo la porción que había ingresado, y Gonzalo también la miró. Pero parecía que al quedar separada de la masa principal, estaba perdiendo fuerza. Se movía, pero indecisa, y poco a poco se desvanecía.

—¿Alguien me va a ayudar?

Por fin los hombres se atrevieron a moverse y se acercaron a Gonzalo. Lo hicieron sentar y le envolvieron las manos con el gabán no utilizado. Gonzalo no sentía sus extremidades.

—Hay que calentarlas de a poco —Mandrini le frotó los brazos por sobre el gabán.

—Ojalá que no rompa otro vidrio —dijo Requejo.

Gonzalo pensó que si rompía otro vidrio, estaban perdidos. El solo mirar las ventanas lo angustiaba, pero por lo menos la neblina no se concentraba en ningún sector determinado. Además, la parte que había ingresado ya estaba disuelta. Tal tuvieran suerte, después de todo.

La radio dejó de sonar.

No se oía ni el clac-clac de un reloj de pared, ni el crujir del techo, ni el viento, ni la propia respiración. Nada. Gonzalo tragó saliva sólo para hacer algún ruido y convencerse de que no estaba sordo. Pero pronto comenzó el murmullo. Un murmullo que no era precisamente humano, aunque no dejaba de serlo por completo. Un susurro de dolor y zozobra. Provenía de la niebla, claro, y no creció en volumen, pero produjo en Gonzalo la melancolía más intensa que jamás había experimentado. Se sentía solo en medio del espacio, como si tuviera que pasar el resto de la eternidad en ese vacío, sin recordar un pasado, ni esperar un futuro. Solo en el espacio, para siempre. Se dio cuenta de que le corrían lágrimas a los costados de la nariz y sintió la salinidad en sus labios. Miró a los hombres y vio que también lloraban. Mandrini lo miró.

—Ya se está yendo.

Era verdad. La niebla estaba igual de turbulenta, pero menos densa, más descolorida. El murmullo también se estaba apaciguando. La primera forma que se distinguió afuera fue la de una cripta, antigua y gris. La niebla se retiraba como si alguien hubiese quitado el tapón del desagüe. Ahora que se veía la simple oscuridad de la noche, costaba creer que hacía tan sólo unos momentos habían estado en peligro de muerte, de una acechante muerte gélida.

Gonzalo cerró los puños. Apartó el gabán y se miró las manos. Estaban sanas. La radio comenzó a transmitir música de violines. Todo había vuelto a la normalidad, todo había pasado.

—Terminó —dijo Gonzalo.

Los hombres se miraron entre sí, pero no contestaron. Ellos también mostraban alivio, pero cierta dureza en sus expresiones denotaba que algo todavía les preocupaba.

Requejo sacó el gabán y la campera de la ventana y le alcanzó esta última a Gonzalo. Luego salió de la habitación. Gonzalo sintió que la campera estaba húmeda y fría.

Mandrini lo miró con cara de malas noticias y le dijo:

—Pasó una parte, pero no todo. Digamos que… ahora viene lo peor.

—¿Lo peor? ¿Peor que esto? ¿No me puedo ir todavía, entonces? —Gonzalo notó una cierta histeria en su propia voz.

—Es que… esta niebla tiene consecuencias, digamos. Cada año, después de que viene y se va, deja…, produce…, quiero decir, resucita un muerto.

Mandrini parecía avergonzado, como si fuera el anfitrión que informa de un desperfecto en las cañerías de su mansión.

Gonzalo iba a preguntar algo, pero decidió ser más práctico. Los sucesos recientes le habían indicado eso.

—¿Y qué tenemos que hacer?

—Requejo fue a buscar palas. Tenemos que salir a buscar al resucitado, que no tiene fuerza y es bastante tonto, le aclaro. Puede resucitar cualquiera. A veces cadáveres nuevos y a veces gente que murió hace tiempo. Con la pala, pegándole donde corresponde, cortándole la cabeza o atravesándole el corazón, vuelven a morir enseguida.

Qué bueno contar con un experto, pensó Gonzalo. Más claro, echale agua.

—Bien, hay que buscarlo, pegarle con la pala para que muera otra vez y después qué.

Mandrini pareció sorprendido.

—¿Después? Después lo enterramos.

Llegó Requejo con las palas y miró a Gonzalo buscando saber si ya estaba enterado. Gonzalo le hizo un gesto de asentimiento y Requejo le respondió con otro, tranquilizado.

—Vamos —dijo Mandrini—, pero sólo una cosa más.

—Qué.

—No toque al muerto por nada del mundo. Sólo con la pala, repito: sólo con la pala. Ya hemos visto lo que pasa si alguien lo toca. Y ahora vamos, que cuanto antes, mejor.

Los hombres salieron, aunque a Gonzalo le hubiera gustado preguntar qué sucedía si se lo tocaba. Pero quizás era mejor no enterarse. No lo tocaría y punto.

El Cementerio de la Chacarita es inmenso, así que tuvieron que separarse. Inclusive así, tres personas podrían tardar horas en recorrerlo.

Requejo se dirigió hacia la derecha, tomando una diagonal, Mandrini al centro y Gonzalo encaró hacia la izquierda.

Gonzalo aferró la pala cruzándola sobre el pecho. Enfrente, en el asfalto, vio algo tirado. De cerca pudo ver lo que era. Un gato. Un gato negro que ahora estaba blanco, cubierto de escarcha. Lo tocó con la punta de la pala. Duro como una piedra de hielo. Pobre, él no había podido escapar. Siguió avanzando y más allá descubrió otro animal muerto. Esta vez era una paloma sobre una cruz.

Llegó hasta el mausoleo de Jorge Newbery. La formidable estatua representaba a un grupo de cóndores posado sobre las rocas de los Andes, que observaba impotente a un moribundo Ícaro, un hombre con alas en vez de brazos. Gonzalo pensó que existía la posibilidad de que fuera Newbery el resucitado y tal vez él tuviera que volver a matarlo. Apartó el pensamiento de su mente. Ni sabría quién había sido en vida, en el caso, además, de que fuera él quien encontrara al aparecido.

Siguió por la diagonal 113. Gonzalo se fijaba en los pasajes que formaban los panteones. Derecha e izquierda, izquierda y derecha, apretando la pala.

Mandrini había dicho que los resucitados no eran particularmente inteligentes ni tenían fuerza, ni, suponía Gonzalo, tampoco poseían agilidad. Pero no podía evitar pensar que estuviera escondido y saltara por sorpresa sobre él cuando pasara. Era el terror infantil a la oscuridad, que nunca se iba del todo, por muy adulto que uno se creyera. Sólo que esta vez no era infantil. Eso debía recordarlo.

La diagonal se abrió en una especie de rotonda, y fue ahí donde vio la figura femenina. Estaba sentada sobre el empedrado y sobre unos hierbajos que crecían entre los cantos. Tenía las piernas plegadas, juntas, y cargaba su peso sobre uno de los muslos. Mantenía la cabeza gacha y todo el cuerpo vibraba, como si le costara mantener el equilibrio, como si se hubiera despertado después de un largo sueño. Y eso era exactamente lo que había sucedido.

Gonzalo apresuró el paso y estaba por lanzar la voz de alarma cuando algo lo detuvo. El vestido. Él conocía ese vestido. Lo recordaba. Recordaba cuando lo había elegido del armario, porque era ese el vestido, de vaporoso raso turquesa, que tanto le gustaba a ella. Y a él, porque la hacía lucir primorosa. Y recordaba cuando lo puso en una bolsa de plástico con un dibujo de Papá Noel (la primera que había encontrado) y luego habérselo llevado al hombre de la funeraria, para que vistiera con él a su esposa, que esperaba en un cajón. Y la había vestido, y luego estaba ella, rodeada de dalias color cereza, carmín y damasco, que a Rocío le encantaban. Tan viva, tan muerta.

Dejó caer la pala.

Se acercó hacia la inestable figura. Todavía no le veía la cara.

—Rocío…

La figura continuó en la misma postura.

—Rocío…

Se acercó todavía más y alargó una mano para tocarle el hombro.

La voz de Mandrini lo detuvo en el gesto.

—¡No la toque! ¡No, señor, no la toque por nada del mundo!

¿Qué no la toque? Pero si era ella, Rocío, a quien tantas veces había acariciado y besado.

“¡No la toque!”

Gonzalo recordó la advertencia que Mandrini y Requejo le habían dado antes. Tal vez de verdad no debía tocarla, tal vez no era realmente Rocío quien estaba allí, sino sólo lo que había sido su cuerpo, animado por alguna fuerza inconcebible.

“¡No la toque!”

La figura alzó la cabeza y miró directamente a Gonzalo. Y Gonzalo vio su rostro. Lo primero que notó fue que su carne no se había corrompido. El pelo negro, despeinado, se corrió de la frente y sus ojos límpidos, sin muerte, lo observaron, como suplicando. Era el mismo rostro. El mismo que había amado y reconstruido en su mente durante los últimos interminables meses. La misma boca de labios finos que tantas veces había besado, con las simpáticas marcas que se le formaban cuando sonreía. Las mismas mejillas suaves que había apretado contra las suyas. La misma Rocío.

“¡No la toque!”

Y la tocó. Recorrió con el dorso de la mano su mejilla. Y una fuerza glacial lo invadió desde las plantas de los pies hasta la coronilla. Sintió una gelidez lacerante que congelaba su cuerpo, envolviéndolo en un dolor blanco y afilado. Y luego vino la angustia, la misma angustia universal que había sentido antes, sólo que esta vez en toda su furia, en toda su plenitud. Entre el dolor y la congoja, llorando, sintió que su cuerpo perdía consistencia, como si se disolviera. Como el de Rocío. Con el de Rocío.

Fue lo último que pensó.

Los hombres observaron cómo Gonzalo y la figura se disolvían, como una nube que de pronto pierde una forma que resulta familiar, para volver a ser simplemente una nube. O niebla. Los cuerpos perdieron su color, su forma, su densidad y fueron eso: una niebla lechosa y amarillenta que se esparcía por el piso.

—Otra vez —dijo Requejo.

—Por desgracia.

—¿Y qué te hizo venir a buscarlo?

—Qué sé yo. Me imaginé lo peor. Y pasó.

—Igual llegamos tarde.

—Sí.

Se quedaron mirando hasta que la niebla se esfumó en el aire y nada quedó del hombre ni de la figura. Y cuando ya no hubo nada que observar, levantaron la pala que había quedado tirada y volvieron a la oficina. Todavía tenían que despegar la cinta aisladora.

3 Comentarios:

Blogger Unknown dijo...

Original. Has eliminado muchos de los lugares comunes de este tipo de narraciones. Algunos naturalmente perviven porque pertenecen a su esencia, muertos que viven, cementerios, terror. Me gustan tus narraciones en el escenario del cementerio de la Chacarita, con personajes familiares de nuestro Buenos Aires. Creas expectacion y desonsuelo, esenciales a los fanaticos de este genero. Espero por mas . Gracias

11:56 a. m.  
Anonymous Anónimo dijo...

¿Sólo 3 cuentos escribiste?
Del 2008 hasta la fecha no tenés más escritos?

12:02 p. m.  
Blogger Daniel Z. Brock dijo...

Anónimo: Iba a salir publicada una novela de terror (El pulso de la piedra) por una editorial española, pero por desgracia ésta cerró sus puertas. A lo mejor la (auto)publico para bajarla a dispositivos Android y iPad. También he escrito algunos cuentos, pero no publiqué ninguno en Internet.

El año que viene espero escribir una novela policial (de misterio, no policial negra).

Gracias por interés.

Saludos.

12:57 p. m.  

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