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CUENTOS PARA LEER EN NOCHES DE LLUVIA
La plaza de las ortigas muertas
Desde que Anne falleció paso mucho tiempo en esta plaza. Me gusta ponerme al sol tanto en invierno como en verano. No me molesta este sol del sur; he nacido bajo el mucho más enérgico de Haití. Tal vez por eso allá no abunden las ortigas muertas.
Al principio me parecía una plaza como cualquier otra: palomas ávidas, chicos liberados en hamacas y toboganes, gente que espera que el tiempo pase y perros que huelen cada rincón. Y claro que es una plaza más, pero luego de pasar tanto tiempo en ella, he llegado a conocer a sus habitantes, que los tiene, sus conflictos y hasta, sí, por qué no, su economía de bolsitas de maíz y bebidas frías.
Es una plaza con muchos arbustos y árboles (incluyendo bellos jacarandaes, que florecen en lila, un par de palo borrachos y un ombú, con raíces que emergen de la tierra, donde los niños van a sentarse y a jugar). A algunos de esos árboles los he visto crecer, prácticamente día a día, y otros aparecieron de la noche a la mañana, como si hubieran perforado el suelo, sin más, en un impulso incontenible de vida (aunque lo más probable es que hayan sido trasplantados por empleados municipales).
Y por supuesto están las ortigas muertas, de flores blancas y purpúreas, de las cuales me siento hasta cierto punto responsable. Las ortigas muertas no están muertas, en realidad, sino que se las llama así con un sentido metafórico, porque, a diferencia de las ortigas comunes, no segregan ningún líquido urticante.
Como decía, conozco a todos sus personajes (yo mismo debo ser considerado uno por el resto: un negro no es alguien que pase desapercibido en un país de blancos). Uno de los más reconocidos es Estefanía, que no es una mujer, sino un hombre que hubiera deseado ser mujer. Estefanía es un travesti de más de cien kilos acomodados en una altura no mayor a un metro setenta. En general, cuando no está borracha, es una persona agradable, o al menos tratable.
En una de las últimas tardes del otoño (no hacía mucho frío, pero anochecía temprano), Estefanía estaba en uno de sus días malos. Ocupaba su banco de costumbre, cerca de unas matas y bajo un árbol desde el cual las palomas suelen descargarse (por lo que siempre evito sentarme allí), y permanecía con la cabeza gacha y los ojos cerrados. De pronto despertó y se incorporó como si hubiese escuchado un campanazo. Me descubrió, se acercó y el vaho alcohólico me explotó en la nariz.
—Ese hijo de puta va a terminar mal —me dijo, señalando con una mano temblorosa.
A quien señalaba era a Lucas. Le decían el Pato y era el carilindo de la plaza. En ese momento estaba solo en un asiento tomando sol con los ojos cerrados, con una remera blanca tal vez demasiado liviana, bermudas rojas de tela de jean y zapatillas negras, sin medias. Estefanía se sentó a mi lado (para mi pesar) y le pregunté por qué Lucas iba a terminar mal.
—¿No sabe lo que le hizo a Feliciano, doctor? —desde que se enteró de que yo era doctor no me tuteaba.
—La verdad que no.
—Hoy es un viejo chupado que vende maíz, pero Feliciano era milico. Durante el proceso parece que torturó gente —se interrumpió para eructar—. No sé cómo el Pato se enteró de esto y lo deschavó con un amigo comunista. Este tipo le contó a sus compinches y un día vinieron a escracharlo. Lo putearon y hasta le tiraron un par de sopapos. Desde entonces el viejo lo odia.
Me quedé callado. Y asombrado. Sí que Feliciano era un viejo chupado, pero además parecía indefenso. Estefanía observaba a Lucas, con su pelo rubio sujeto con una bandita de goma, que parecía estar cantando una canción para sí mismo. Me pregunté si sería verdad lo que me acababa de contar. La relación de Estefanía con respecto a Lucas era de amor-odio. Me explico: hacía mucho tiempo que me había dado cuenta de que Estefanía estaba prendada de Lucas. Lo mantuvo en secreto hasta la semana anterior, cuando en medio de una borrachera colosal se lo había hecho saber. Lucas reaccionó como un loco(yo los observaba desde mi banco de siempre) y la echó literalmente a patadas. La insultó y se burló de ella. El problema con Lucas era que se burlaba de todo el mundo. Resultaba evidente que a Estefanía todavía le duraba la bronca, y por eso el reciente pronóstico sombrío para él, pero no me parecía que la anécdota con Feliciano fuera inventada. Estefanía tenía muchos defectos, pero no era de imaginar cosas. Además, en este caso, para qué.
De pronto Estefanía se levantó y volvió a su banco, donde había dejado su eterno bolso. Al irse, noté que su pantalón verde estaba mugriento.
Sí, la plaza tenía su cuota de tragedias humanas y yo había tomado la costumbre de analizarlas. Soy médico, y desde que vine de Haití con mi esposa (cuando Duvalier dejó a su hijo al mando de la dictadura, supe que era momento de partir, y elegí la Argentina), trabajé en la sala de emergencias del Hospital Fernández hasta jubilarme. Pero también siempre me gustó la psicología, así que una vez que me encontré con mucho tiempo de ocio me dediqué a leer libros sobre el tema (sobre todo desde la muerte de Anne). Mis lecturas eran más bien azarosas. Hoy psicoanálisis y mañana psicología forense, y me divertía aplicando mis nuevas pericias a los personajes de la plaza. Ojalá no lo hubiera hecho.
El grupo de retrasados mentales llegó poco después. Los sacaban a pasear de un instituto que quedaba a unas pocas cuadras. Había de todo: desde chicos que apenas podían caminar y casi ni hablaban, hasta otros con síndrome de Down, pero llenos de vida. Como Micaela, una chica de unos quince o dieciséis años, alegre y desenvuelta.
—Bon soir, bon soir, Gaston —me dijo en voz tan alta que un curioso perro blanco que pasaba giró la cabeza para mirarla.
Le había enseñado a saludar en francés y le respondí de la misma manera. Se sentó a mi lado. Tenía el pelo renegrido, acomodado detrás de sus pequeñas orejas, y las mejillas sonrosadas. Me sonrió y sacó un papel doblado de una bolsa de plástico.
—Me escribió —dijo mientras me lo entregaba con su ancha manito.
Desdoblé el papel y leí “Te amo” con letras recortadas de revistas, como si fuera un anónimo, pero la nota estaba firmada con un “Lucas” escrito del mismo modo. No supe qué decirle; estaba seguro de que Lucas no había hecho eso. No, ni en mil años. Pero decidí no contradecirla. Le devolví el papel y ella lo dobló y lo guardó con mucho cuidado en la bolsa blanca. Luego, como Estefanía lo había hecho hacía sólo unos momentos, fijó su mirada en el joven, pero con la diferencia de que en la de Micaela no había lugar para nada más que un arrobamiento infantil.
—Yo también lo amo, ¿sabés?, lo amo, lo amo.
Lucas era evidentemente el rompecorazones de la plaza. Me sentí triste al pensar que ni Estefanía ni Micaela lo tendrían jamás. Mis pensamientos se interrumpieron por los gritos del muchacho que limpiaba la plaza. Perseguía a una nena que evidentemente le había hurtado el palo con una pica en la punta, con el que levantaba hojas y papeles. Cuando corría, las bolsas negras de residuos que llevaba en la cintura volaban como faldones de luto. Y la nena era (quién otra podría ser) Angelina, un peligroso sujeto de nueve o diez años. Tanto se la podía hallar trepada sobre el arco que sostenía las hamacas, o escondida en la copa de un árbol o, como ese día, volviendo loco a algún descuidado. Reía a carcajadas, y cuando se dio cuenta de que el muchacho la estaba alcanzando, soltó el pincho. El barrendero lo recogió y amenazó, brazos en alto, medio en broma, medio en serio, al pequeño terremoto vestido de amarillo. Micaela y yo nos miramos, riéndonos. Ella se tapaba la boca con las manos.
Habrán pasado por lo menos diez días. Recuerdo que yo terminé el libro que estaba leyendo (La máscara de la cordura, de Hervey Cleckley), y que un domingo la murga que practicaba en la plaza hizo una presentación medio de entrecasa. También por esos días limpiaron la fuente y la pusieron en funcionamiento.
Era una tarde fresca y el cielo estaba como cubierto de cenizas. Yo estaba sentado con Micaela (siempre que me encontraba, me hacía compañía), a quien no había vuelto a ver hasta ese día. Tal vez la elección del lugar para sentarse había estado influida por el hecho de que Lucas reposaba en el banco contiguo. En realidad no estábamos conversando, sino que cada uno pensaba en el ser que jamás tendría: ella en Lucas y yo en Anne.
Entonces llegó Gilda, la novia de Lucas, de piel muy tostada y pelo teñido de rojo. Solía venir con una o dos botellas de cerveza para él, aunque ese día no traía nada. Sí recuerdo que noté que llevaba un tatuaje bajo el ombligo que nunca le había visto. Le dio un beso a Lucas en la mejilla, sin la efusividad habitual, y se sentó a su lado.
Por un largo minuto nadie dijo nada. Demás está decir que Micaela no se perdía movimiento, y debo confesar que yo tampoco.
—Qué te pasa —dijo Lucas, por fin.
—Nada —la voz de Gilda sonaba ronca.
—Y por qué estás con esa cara de culo.
Gilda giró su rostro hacia el de él.
—Tengo algo que decirte. A lo mejor te gusta, a lo mejor, no.
—Qué.
—Me hice el Evatest.
—Te felicito.
—Me dio positivo.
Lucas no contestó de inmediato. El ruido de la calle y de la gente de la plaza me parecía ensordecedor.
—Ni me gusta ni me deja de gustar —dijo Lucas sonriendo.
—Pero entendés lo que te digo, vos. Te estoy diciendo que estoy embarazada.
—¿Y lo vas a tener?
La voz de ella se volvió algo lastimera.
—Me hablás como si no tuvieras nada que ver.
—¡Y qué sé yo si tengo algo que ver!
El tono de Gilda se hizo más agudo.
—¿Sos o te hacés? ¿Me estás cargando, que me decís eso?
—La que me estás cargando sos vos, chabona, que me querés encajar un crío.
—Es tu hijo, forro.
—No jodas…
—¿Y de quién va a ser, si no?
—¿Y yo qué sé? Te fuiste a Entre Ríos un mes; cómo querés que sepa.
—Fueron tres semanas y fui a ver a mi vieja.
—Tu vieja… sí.
A Gilda se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se notaba que luchaba por no quebrarse.
—No puedo creer que seas tan guacho para decirme esto.
—Yo, guacho. Vos te vas a la mierda y venís con bombo y querés que yo me haga cargo. Tomátela, pendeja.
—Es tu hijo, Lucas.
—Eso es lo que vos decís.
Micaela los miraba fijamente, con actitud ceñuda. Un joven de pelo largo y con una mochila de colores nos observó al pasar. Yo me fijé en la cara de Lucas. Cualquiera habría pensado que el ultrajado era él. La única expresión que dejaba traslucir, aparte de la indiferencia, era indignación.
—¡Sos un hijo de puta! —dijo Gilda de pronto. Se levantó y comenzó una bofetada que no llegó a destino. Lucas le tomó de la muñeca con una mano y con la otra la empujó. Gilda cayó sentada en el suelo, llorando de rabia.
—¡Probame que es mío y está todo bien! Si no, andate a cagar —dijo Lucas.
—Me las vas a pagar, pedazo de mierda, ya vas a ver, me las vas a pagar —dijo Gilda mientras se ponía de pie. Lo miró por un segundo y después se fue corriendo. Se resbaló en el pasto y su rodilla derecha se clavó en la tierra. Se repuso y cruzó la calle y en unos segundos ya no se la vio.
Había sido toda una escena. Los peatones circunstanciales se habían quedado a curiosear. Parecía como si hasta las palomas se hubieran quedado duras. Lucas miró desafiante a una pareja de adolescentes y éstos se retiraron a paso acelerado. Todos desviamos la vista de Lucas.
Yo miré a Micaela. Ahora su expresión era de felicidad.
Poco a poco la plaza volvió a su actividad normal; los chicos a sus juegos y los adultos a sus asuntos.
Sin decirme una palabra, de repente Micaela se levantó y se dirigió hacia Lucas. Éste lo miró con antipatía, sin embargo ella se le acercó y le dijo algo al oído. Él se quedó indeciso por un instante, pero luego hizo lo mismo: le acercó la cabeza con una mano y le susurró algo que no escuché. Después ella se retiró y no le vi la cara, porque se alejó como para irse. Pero antes de cruzar, estando ya lejos, pareció acordarse de mí y se volvió, y me saludó con la mano. Sonreía, y me pareció que nunca la había visto tan feliz.
Dos días más tarde, Lucas estaba muerto.
De vez en cuando me despierto muy temprano y soy el primer cliente de la panadería. El trayecto se me acorta si cruzo la plaza en diagonal, pero esa mañana finalmente no compré pan, porque lo que vi me quitó el apetito. Rodeado de algunos curiosos y dos agentes de policía estaba el cadáver de Lucas. Se hallaba boca abajo, casi oculto por unos setos cercanos a una especie de semi-anfiteatro que hay en la plaza, donde cada tanto dan espectáculos infantiles. El pasto alrededor del cuerpo tenía un extraño color amarronado de sangre y en el aire había olor a una mezcla de orinas provenientes de distintos cuerpos. Divisé el instrumento que lo había matado. No lo noté antes porque la cabeza estaba oculta por los arbustos: Lucas tenía el pincho del barrendero clavado en la nuca. Como la cabeza estaba girada hacia un lado, pude ver que tenía la boca abierta, como si estuviera gritando. También los ojos estaban abiertos.
Como emergentólogo vi y enfrenté a la muerte más veces de las que hubiera deseado y no es que me haya vuelto insensible (sí que me dio un sacudón el ver al muchacho inerte para siempre), pero tomaba el rol de médico enseguida, y entonces veía las cosas con mayor objetividad. Eso ayuda.
Era todavía muy temprano, como dije, y en la plaza no se hallaba ningún personaje habitual, excepto yo. Me acerqué a una joven agente de policía de larga trenza.
—¿Ya saben quién es?
Tardó un par de segundos en contestarme; me estaba estudiando.
—¿Y usted sí?
Esa chica no era tonta.
—Bueno, es Lucas, no sé el apellido, pero siempre estaba en la plaza, como yo. Le decían el Pato.
Me acababa de convertir en el primer testigo, así que me tomó los datos y me indicó que no me fuera. Teníamos que esperar al investigador de homicidios. Peña llegó a la media hora. Era un muchacho joven. Me impresionaron sus ojos vastos, como los de un niño que quiere saberlo todo del mundo. Aunque ahí se terminaban las comparaciones con un chico. Cuando leyó mi profesión en el papel que había escrito la agente, cambió su actitud impersonal. Me invitó a tomar un café y a que le contara todo lo que sabía. Se lo dije. Le hablé de que Lucas no era alguien particularmente agradable como persona, aunque las mujeres estuvieran locas por él. Le conté de Estefanía y el desaire de que había sido objeto, de Feliciano y su pasado y del motivo que tenía para odiarlo y por último de la reciente escena con Gilda, su novia. Ah, también le dije que, si lo había pensado, se olvidara del que limpiaba la plaza, porque jamás lo había visto hablar con Lucas, y robarle el pincho era, literalmente, un juego de niños. Eso sin contar que, de haber sido él, no habría dejado el arma.
Peña era un hombre inteligente, porque sabía que la mejor manera de que alguien hable, es callarse. No tomó notas, sino que hizo funcionar un grabador de periodista y solamente intervenía cuando yo me estancaba. A medida que le contaba de los sospechosos (eso eran, ¿no?) evaluaba la información que le daba, pero no dejaba traslucir ninguna conclusión a la que podría estar arribando. Cuando terminé, detuvo el grabador, se levantó y me pasó la mano.
—Le agradezco mucho, doctor Lagrotte, ¿se pronuncia así, no? Voy a investigar. Seguramente nos vamos a volver a ver, pero cualquier cosa llámeme —me entregó su tarjeta, que leí y guardé en el bolsillo de la camisa—.
A la tarde fui a la plaza. Por supuesto que el cuerpo había sido retirado, y nadie ni siquiera custodiaba el lugar. Aparentemente Peña ya no lo consideraba necesario. Divisé a Micaela y me di cuenta de que estaba enterada. Cuando me vio, corrió hacia mí y me tomó del cuello. Rompió a llorar y sentí sus lágrimas sobre la piel. La separé cuidadosamente. La llevé hasta un banco, pero sobrevino un nuevo ataque de llanto.
—Yo lo quería, yo lo amaba —dijo entre hipos.
No sabía cómo consolarla. En el fondo pensaba que la muerte de Lucas no hacía mucha diferencia con respecto a ella. Si un amor imposible había existido, era ése. De todos modos le argüí lo usual: que el tiempo todo lo cura, que ya conocería a otro. Ese tipo de cosas. Se calmó algo y habló como para sí.
—La última vez… él me dijo que al final yo era mejor que las chicas como Gilda… me dijo eso a pesar de… a pesar de cómo soy.
Esta vez no le dije nada. Le pasé un pañuelo blanco para que se secara la cara. Era por eso que había estado tan feliz ese día, cuando me saludó desde lejos. Para Micaela, tal vez fuera mejor así, tener ese último agradable recuerdo de Lucas. Pero para Lucas evidentemente no fue mejor así. En vida pudo ser desagradable, hasta cruel, pero no se merecía esa muerte; ser atravesado como si fuera basura. Después de todo, había sido capaz de un gesto como el que le concedió a Micaela.
Atravesado como si fuera basura.
Esa frase quedó enganchada a mi mente como la hiedra a la pared. Me di cuenta de que para saber quién lo había matado debía encararse el problema desde ese ángulo: ¿por qué lo asesinaron como lo asesinaron? Micaela interrumpió mis pensamientos.
—Me voy —dijo tratando de sonreír—, gracias. Después te devuelvo el pañuelo.
—No te preocupes, chau querida, y tomátelo con calma, ¿eh?
Yo también me fui pronto a casa esa tarde. Quería pensar con tranquilidad.
Pasaron dos días, y en la mañana del tercero me llamó Peña. Arreglamos para encontrarnos en la misma confitería de la última vez, frente a la plaza. Llegó con el saco sobre el brazo y la corbata floja. Por alguna razón yo le había caído bien y no me trataba como a un testigo al que tenía que sonsacar datos, sino como a un ayudante en su tarea de llevar a la cárcel al culpable. Me contó que en las últimas cuarenta y ocho horas había corroborado lo que yo le conté. De hecho, tenía detenida a Estefanía, quien reconoció que su enamoramiento se transformó en odio después del desprecio de Lucas, pero aseguraba que jamás se le cruzó por la cabeza matarlo. Si bien de ninguna manera se lo podía descartar, a la larga habría que soltarlo.
—¿Habló con Gilda? —le pregunté.
—Sí.
Esperé más información. Peña sonrió y continuó.
—Está como ida. Pero me confirmó la conversación que usted me contó. Me dijo que quiere tener a su hijo.
—¿Cree que Gilda pueda matar a alguien?
—¿Y usted qué opina?
—Yo creo que sí.
—Yo también. Es más, tiene antecedentes por robo. Hasta estuvo unos meses presa.
—Interesante.
—Y el último, Feliciano. Lo que le contó Estefanía, y usted me repitió, es absolutamente verdad. Era suboficial en la Marina, ya tenía sus años en ese entonces. No siente la menor lástima por Lucas, al contrario, está contento.
—Me imagino. ¿Qué dice la autopsia?
—Doctor al fin —me guiñó un ojo—. En términos sencillos, tiene varias heridas en el pecho con el mismo pincho que tenía en la nuca. Parece que la primera herida fue en el corazón, y ya estaba muerto cuando le hicieron el resto, incluida la de la nuca, claro. Dicho sea de paso, el barrendero había notado la desaparición de su pincho, pero pensó que era una broma de los chicos.
—El asesino no actuó con frialdad.
—No. Lo odiaba, lo que parece que no era nada raro cuando se trataba de Lucas.
—También era capaz de algún gesto amable.
—¿Por qué lo dice?
Le conté lo de Micaela. Peña asintió con la cabeza.
—En el lugar del asesinato no hay ninguna pista —dijo—, ni una sola huella útil.
—¿Y cómo sucedió el crimen, exactamente?
—Lucas solía reunirse hasta tarde con sus amigos en la plaza a tomar cerveza. Parece que en algún momento se retiró sin decir nada, pero sus amigos no se preocuparon. Simplemente pensaron que se había ido a su casa. Pero lo que sucedió en realidad, creo yo, es que fue a orinar entre esos matorrales, ese lugar es como un baño público. El asesino o asesina lo esperaba entre las sombras. Como murió inmediatamente, apenas si habrá gritado.
Se quedó un momento en silencio y luego agregó:
—¿Usted qué piensa, doctor?
—Si se refiere a quién lo hizo, no lo sé. Pero lo que sí pienso es que tenemos que analizar con cuidado la psicología de cada uno de los sospechosos. A falta de pistas físicas, eso es todo lo que tenemos. A veces, es todo lo que se necesita. —Dudé en decírselo, pero al fin me decidí:— Desde que me jubilé, he estado estudiando un poco de psicología, por mi cuenta.
—¿Ah, sí?
—Le propongo esto, Peña. Déjeme pensarlo hasta mañana, a ver si llego a alguna conclusión. Si descubro quién es el asesino, usted se encarga de probarlo. ¿Qué le parece?
Me miró y desvió la vista. Sus labios casi inexistentes se apretaron bajo el bigote rubio. Me miró de nuevo y por fin se decidió.
—Trato hecho. Hablamos mañana.
Se fue con el saco al hombro.
Seguía sin ganas de ir a la plaza, así que pasé por una librería y compré un block de hojas rayadas y un par de biromes. Fui a casa, encendí el ventilador de techo (a pesar de que el invierno estaba cerca, estaba acalorado) y me senté a la mesa del comedor. Graficar lo que se me va ocurriendo me ayuda a ordenar los pensamientos. Bueno, me dije, ahora vamos a ver si todo lo que leíste sirve para algo. Los primeros veinte minutos no hice más que garabatos. Luego dibujé el contorno de un cuerpo, y sobre la nuca, un pincho.
Atravesado como si fuera basura.
Lo supiera o no el asesino, eso era lo que quería decir al mundo matando a Lucas.
El primer nombre que me vino a la mente fue el de Gilda. La veía como una posible asesina. Andaba siempre dando vueltas, por lo que seguro no tenía trabajo. Y había quedado embarazada, y el padre de la criatura, Lucas, no iba a ayudarla. ¿Por qué no tener al menos la satisfacción de la venganza? Le había dicho a Lucas que se vengaría, “me las vas a pagar”, le dijo. Además, parecía un crimen pasional; no sólo matarlo, sino humillarlo hasta en la muerte.
Luego estaba Estefanía. Aquí también valía el costado pasional. Estefanía era agresiva, alcohólica, con mínima educación. Vivía peleándose. Y había sido terriblemente humillada. ¿Todos los años de desprecio de la gente por su condición de homosexual habían hecho erupción con el último y mayor ultraje y Estefanía había decidido canalizar su dolor con un escarmiento definitivo a quien se lo había hecho? Tal vez, tal vez.
Y por último, Feliciano. Peña había confirmado su pasado. Era el que más se correspondía a una mentalidad asesina. Un hombre que despreciaba la vida humana, desempeñando una actividad que para él sería degradante, se veía frente a un inmejorable pretexto para recordar viejas actividades, para volver a ser alguien que decidía sobre la existencia del otro, alguien importante de nuevo.
Observé la hoja frente a mí. Alrededor del cuerpo había esbozado a los tres posibles homicidas, con flechas que llegaban a la figura de Lucas. ¿Cuál de esas flechas era la que cargaba la tenebrosa relación de la muerte? A falta de indicios físicos, le había dicho a Peña, sólo restaba confiar en la psicología. Seguí pensando. Los tres tenían motivos, los tres tenían la ¿osadía? ¿ánimo? ¿temeridad? de matar, según mi criterio. En cuanto a la oportunidad, cualquiera de ellos podría haber hurtado el pincho, esconderlo y luego ocultarse esperando la ocasión. Claro que el asesino no podía saber cuándo Lucas iría a evacuar sus líquidos, y solo, de modo que no hubiera testigos. Lo que llevaba a la conclusión de que aparte de la premeditación, quien lo había matado poseía una paciencia turbadora, capaz de hacerle estar dispuesto a esperar cuantas veces y cuanto fuera necesario para llevar a cabo su cometido: convertir a Lucas en basura.
Hasta ese momento había enumerado las razones que apuntaban a cada uno de mis sospechosos. Decidí enfocar el problema, entonces, desde el punto de vista opuesto. ¿Por qué cada uno de ellos no podría ser el culpable?
Comencé de nuevo con Gilda. Lo que no me convencía del todo era tanta premeditación. En general, los asesinatos llevados a cabo por mujeres, por las razones del tipo de las que tenía Gilda, son espontáneos. Aunque en psicología no hay reglas fijas: esta bien podría ser una excepción.
En cuanto a Estefanía, en teoría todo me cerraba. Pero si me lo hubieran preguntado, habría asegurado que era incapaz de matar. No era una afirmación muy científica, pero no siempre se puede clasificar aquello que se sabe. Si el crimen hubiera sido cometido en el ardor de una borrachera, me habría parecido más plausible, pero este no era el caso.
Quedaba Feliciano, y para él no pude hallar ninguna contradicción en el planteo. Entonces, racionalmente, había llegado a la conclusión de que Feliciano era el asesino. Y sin embargo no estaba convencido. Sentía que algo se me escapaba. Algún hecho fundamental que no solamente me haría ver la situación bajo una nueva luz, sino que también me permitiría resolver el caso sin ambigüedades. Pero eso no era más que una idea irracional; mis análisis me habían llevado a la aseveración de que Feliciano era el culpable, a despecho de mis dudas.
Debí habérselo informado lo antes posible a Peña, como habíamos quedado. Era su trabajo encontrar las pruebas y llevarlo a la cárcel. Así no habría pasado lo que pasó. Pero, retrospectivamente, fue entonces cuando dejé de actuar como una persona racional. Es difícil explicarlo, porque yo no me daba cuenta en ese momento. Cuando tuve la idea, la primera terrible idea que significaba involucrarme más de lo sensato, racionalizaba convenciéndome de que era no solamente correcto, sino también necesario. Hay conocimientos que uno posee, y hay conocimientos que lo poseen a uno.
Había una sola forma de salir de dudas. Algo más debía ser hecho.
Con un círculo rodeé la figura que representaba a Feliciano y con otro, la que representaba a Lucas. Finalmente dibujé una flecha que iba de este último a su matador. La remarqué varias veces. Deposité la birome sobre el papel, me levanté, apagué las luces y el ventilador del comedor y me fui al baño. Me froté la cara con agua fría y me miré al espejo. Todavía recuerdo mis propios ojos mirándome, pero como si fueran los de otra persona. Necesitaba una siesta. Esa noche iba a dormir poco.
Me levanté relativamente descansado y preparé mi bolso (uno de viaje, azul, que ya no tengo) con todo lo que necesitaría. También pasé por una ferretería importante y compré algunas herramientas y otras cosas.
A eso de las cinco y media llegué a Chacarita. Estacioné el auto en la zona de parques, a dos o tres cuadras, y me dirigí al cementerio. La entrada es monumental. Es un templo griego con columnas dóricas que predispone al alma para dejar por unas horas el trajín ordinario de la vida. En el centro, un gran Cristo crucificado sostiene como puede, con sus piernas, las flores frescas que le colocan los creyentes.
Me acerqué a un empleado de pantalón negro y guardapolvo azul que me derivó a unas oficinas. Por suerte Peña me había dicho el apellido, así que, identificándome como un amigo de la familia, pregunté por el lugar de descanso de Lucas Márquez. El dependiente me miró como decidiendo si yo era una aparición y luego consultó sus archivos. Evidentemente le tenía sin cuidado que yo fuera el padre o su mayor enemigo en vida, porque sin más me dio la ubicación del nicho y me advirtió que el cementerio cerraba a las seis.
Al salir de las oficinas, estudié el muro que separa de la avenida Guzmán, y descubrí una espigada palmera, que crece pegada a la muralla, y cuyas raíces, elevadas por sobre el suelo, serían de mucha ayuda para alguien que necesitara cruzar del otro lado. Eso podría resultarme de gran utilidad luego.
Caminé por las callejuelas en las que se oía hasta el ruido de un envoltorio de golosina empujado por el viento al arrastrarse por el asfalto. Me di cuenta de que se podía ingresar en automóvil, pero resolví que de todos modos no habría sido una buena idea: que un auto permaneciera después de la hora de visita habría llamado demasiado la atención.
Tenía que ir más allá de la capilla, un edificio de ladrillos que seguramente también albergaba otras dependencias. Tal vez el crematorio. Al pasar, alcancé a ver en una sala una camilla de metal.
Los nichos están en los subsuelos, pero hay grandes aberturas a ras del piso por las que se puede ver abajo perfectamente sin necesidad de descender. La disposición recuerda a los diferentes pisos de un estacionamiento o a un shopping. Es una sensación extraña ver crecer árboles bajo tierra. Bajé en un ascensor y estuve un buen rato hasta localizar el nicho de Lucas. Como los demás, tenía una crucecita y flores. Me fijé bien dónde estaba ubicado, para volver sin problemas más tarde. Faltaba mucho para que me retirara, pero por suerte, a esa altura del año, la noche no se haría esperar demasiado.
Esconderme fue relativamente fácil (me metí en un panteón abandonado a punto de derrumbarse), pero lo que me preocupaba era cómo salir. En circunstancias normales, lo habría planeado de antemano, pero como dije, considero que mi estado no era normal. A las ocho y media salí de mi escondite. Estaba acalambrado y me dolían las piernas.
En los cementerios, la noche es una noche antigua. Y solitaria. El cementerio de la Chacarita es inmenso, pero yo caminaba como si estuviera en una casa de pisos de madera y no quisiera que los dueños se enteraran de que estaba en ella. Me parecía que de alguna manera fantástica los cuidadores intuirían que un ser vivo estaba donde no correspondía. Me perdí una sola vez hasta llegar a la planta que me interesaba. De mi bolso saqué una vela. Tenía varias, pero su utilidad no era únicamente la de iluminación, ya que de lo contrario habría traído una linterna. Localicé el nicho con relativa facilidad. De mi bolso saqué una sábana y la extendí en el piso. También había llevado un bol y lo llené con el agua mineral de una botellita de medio litro. A su lado puse una naranja, dos bananas verdes y una manzana no muy nueva. Y por supuesto la botella de vidrio blanco transparente. Luego de encender las otras cinco velas y disponerlas a mi alrededor, me arrodillé y entoné:
—Dios de las tumbas, Baron Samedi, escucha mis oraciones, preséntate a mí.
No sentía nada. Por un momento pensé en abandonarlo todo e irme a dormir a casa, como cualquier ser normal. Pero el impulso del que yo era prácticamente un títere (aunque no lo veía tan claramente entonces) hacía imposible que tan siquiera me levantara del piso. Intenté de nuevo. Recordé oraciones que había olvidado, que me había enseñado mi abuela cuando niño, todo rastro del español desapareció de mi mente y estaba nuevamente en Haití, en una procesión de personas con mi misma piel y conocía a todos los dioses y espíritus: Olorum, Obatala, Ayza, Dambala, Mawu Lisa, Ogou Balanjo… y los golpes de tambor igualan los ritmos de los corazones. Bum, bum, bum. Tomb, tomb, tomb. Los golpes son muy reales. Los golpes están aquí. Abrí los ojos. Mi corazón se sacudía como una matraca. Toqué la botella y estaba caliente. La taponé de inmediato. Busqué en el bolso un cortafrío y una maza. Abrí la portezuela del nicho, que era el que se ubicaba más abajo, por lo que el esfuerzo que tenía que hacer para sacar la caja metálica era más que nada horizontal. Soy viejo, pero me mantengo en buena forma, y además, en ese momento habría podido arrastrar no uno sino dos ataúdes juntos. La saqué. Hinqué la barreta donde se apoyaba la tapa de la caja. Los golpes, tomb, tomb, seguían dentro y yo golpeé también. Saltaron astillas de metal. Sólo la muerte me impediría abrir ese cajón. Demoré cerca de una hora, pero lo conseguí. Por suerte la caseta donde los guardias pasaban la noche estaba a muy lejos, cerca de la entrada, y no tenía que preocuparme por el ruido, a menos, claro, que alguno de ellos hiciera una recorrida. Por fin el féretro quedó abierto y el indescriptible y único olor a muerto me envolvió. Me asomé y los ojos de Lucas se orientaron hacia mí. Se levantó torpemente y salió de lo que debió ser su último lugar de descanso. La mortaja cayó al piso, junto al bol con agua. Lucas quedó parado como un muñeco trajeado, hecho de papel de diario y engrudo. Recogí lo que había llevado y lo metí en el bolso de cualquier manera, a excepción de la botella, que envolví en paños de pana morada. No quería que se rompiera por nada del mundo. La fuerza vital de un hombre es algo serio. Y peligroso. Y eso era lo que la botella tenía atrapada.
Sólo dejé una vela encendida, para iluminarnos. Avancé hacia la puerta y me di cuenta de que Lucas no me seguía. Giré y lo vi a la luz incierta de la vela, con la venda que le sostenía la mandíbula todavía puesta. Se la saqué; ya no la necesitaba.
—Seguime —le dije, y me siguió.
Al salir apagué la vela. Teníamos que sortear el muro, de unos dos metros y medio. Hubiera deseado estar lo más lejos posible del puesto de guardia, por las dudas, pero hacia la avenida Jorge Newbery había todo un edificio (también con columnas griegas, así que debía ser original), y los otros lindes estaban demasiado lejos. No quería arriesgarme a extraviarme y, por otro lado, tanto como me alejara del coche, tanto tenía que caminar con Lucas a mi lado, y eso significaba mayor riesgo de que alguien lo notara. Pensé en la palmera, pero el problema era cómo aterrizar sano y salvo del otro lado. De todos modos hacia allá me dirigía —nos dirigíamos—, cuando pasamos al lado de una bóveda que estaba siendo remodelada. Estaba rodeada de andamios sostenidos por estructuras metálicas. Una larga escalera estaba en el piso, olvidada. Esas cosas a veces suceden, pero yo no creo que haya sido simplemente casualidad, un golpe de suerte. Así como no había sido una elección libre de mi parte haber ido allí. O al menos de eso trato de convencerme. Como fuera, ahí estaba nuestra salida.
Le ordené a Lucas que tomara la escalera. Obedeció, pero reaccionaba con varios segundos de retraso, como si recibiera la información a través de una mala comunicación por coaxil.
—Poné esa escalera contra el muro —le dije cuando llegamos.
Lucas se puso tenso, como si recibiera una inesperada descarga eléctrica. Luego tomó la escalera con fuerza y la apoyó contra la pared. Subí yo primero. Cuando llegué al tope me senté en la tapia. Le ordené a Lucas que subiera. Los redivivos tienen fuerza pero no agilidad. Fue una tortura esperarlo mientras yo estaba más visible que nunca y parecía que en cada escalón Lucas perdería el equilibrio. Pero llegó y también se sentó. Entre los dos levantamos la escalera para ponerla del otro lado. Esta vez también fui primero yo. Cuando estuvimos a salvo, estudié a Lucas. No es que quería hacerlo (en verdad, hasta ese momento había tratado de evitar mirarlo), pero deseaba asegurarme de que no hubiera nada groseramente fuera de lugar en el caso de que nos cruzáramos con alguien. Nunca lo había visto de traje en vida, y no le sentaba mal, pero la postura era la de un maniquí animado. Di media vuelta a su alrededor y el estómago me dio un vuelco al notar la negra herida de su nuca. Saqué un pañuelo y se lo anudé al cuello. Hice el nudo por delante, de modo de que el resto del pañuelo le cubriera el agujero.
El auto estaba a cuatro o cinco cuadras. Yo caminaba al frente. Los que vuelven de la muerte tiene una pronunciada capacidad imitativa con respecto a quien lo hizo revivir. Estábamos apenas a doscientos metros cuando divisé a un joven que paseaba a su perro por el parque. El animal era un doberman que olisqueó el aire, hacia nosotros. Gruñó y empezó a ladrar. No era un ladrido de compromiso, de esos que los perros emplean cuando se cruzan con otro, como para hacer notar su presencia. Ese perro ladraba con furia, con miedo, con histeria. El dueño apenas lo contenía, y una vez que se repuso de la sorpresa, logró llevarlo hacia el lado contrario.
No nos cruzamos con nadie más hasta que llegamos al coche. Hice que Lucas se subiera al asiento trasero. Cuando se agachó para ingresar, observé que el pañuelo tenía un gran manchón negro en el centro. No pude dejar de sentir la ironía de la situación cuando le ajustaba el cinturón de seguridad. Abrí las dos ventanillas delanteras y luego me puse en marcha, para tomar Corrientes. Ya había pasado lo más difícil, al menos desde el punto de vista material. Ahora faltaba lo más duro desde el punto de vista de mi cometido último: que por la reacción del supuesto asesino me asegurara de su culpabilidad. Un semáforo se puso en rojo y frené abruptamente. Sentí que Lucas pegaba la cabeza contra el asiento del acompañante y luego otro golpe más, contra el vidrio. Cuando me di vuelta, vi que estaba tumbado sobre el asiento. El vidrio, en el lugar donde su cráneo había rebotado, estaba manchado de grasa cadavérica, la sustancia jabonosa que se produce por la descomposición de los cadáveres, sobre todo en lugares húmedos. Buenos Aires es una ciudad muy húmeda.
Yo sabía dónde vivía Feliciano. Era un PH cerca de la plaza, pero no sabía cuál era el departamento. Estacioné el coche justo enfrente al domicilio y esperé un rato en silencio. En la calle no había nadie. Una suave brisa revolvió los olores dentro del coche. Reflexioné por última vez en lo que estaba por hacer. Pensé en los argumentos que me habían llevado a la conclusión de que Feliciano, el torturador, era el culpable. El torturador. Pero Lucas no había sido torturado; había muerto con la primera acometida. No, eso no cuajaba. Feliciano lo habría hecho sufrir antes. Sentí vergüenza de mí. ¿Había hecho todo esto sólo para darme cuenta después de que estaba equivocado? Era eso lo que se me había escapado, la parte del perfil psicológico que no había tenido en cuenta. Pero todavía faltaba más para resolver el caso. Porque entonces el culpable tenía que ser alguien en quien hasta ahora no había pensado. ¿Quién, entonces, quién?
Y supe quién.
La verdad me vino como un chubasco: de pronto estaba empapado en ella.
El instituto está pintado de blanco y no hay carteles de ningún tipo, por lo que de afuera es una casa más. Iba a pulsar el timbre, pero entonces me atendería una enfermera o quienquiera que se quedara de guardia. Había estado una vez allí antes, visitando a Micaela, y sabía que la puerta daba a una especie de cuarto comunicante muy transitado. A lo mejor tenía suerte y me abría alguno de los internados. Golpeé y esperé. Nada. Golpeé de nuevo y escuché unos pasos inestables, y luego el ruido del picaporte. La puerta se abrió y un adolescente de pelo corto e hirsuto me sonrió. Su brazo derecho estaba flexionado en el codo y la muñeca, junto al pecho, en forma permanente.
—Gracias. Andate, andate —le dije.
Dudó un momento, aturdido, pero perdió interés y se retiró.
Hice entrar a Lucas y nos dirigimos al primer piso por unas antiguas escaleras de escalones de madera que crujían demasiado. Deseé que nadie nos interceptara, pero para entonces ya me había dado cuenta de que esa noche nada nos detendría.
Ubiqué a Lucas a un lado, de modo que no se lo viera desde la habitación. El cuarto de Micaela daba a la calle. Golpeé y esta vez no tuve que esperar. Micaela me miró asombrada.
—¡Doctor! —iba a sonreír, pero vio mi expresión y la sonrisa se le apagó.
—Vos lo mataste, ¿verdad?
—¿Estás loco? ¿Qué decís? ¿Estás loco?
Su patética defensa era repetir las frases, como las personas incultas. Me sentí un miserable.
—Sabés que no estoy loco, Micaela. Debí haberme dado cuenta antes, no era tan indescifrable —sus ojos alargados estaban paralizados, mirándome, pero no me respondió—. Más que enamorada, estabas obsesionada con él. Estabas consumida por ese sentimiento malsano. La carta que supuestamente te escribió debería haberme dado la pista. Eso ya denotaba un comportamiento enfermizo: delirabas, imaginabas cosas. Fue ese mismo día cuando viste a la chica Angelina robarle el pincho al barrendero. Creo que todavía no pensabas matarlo, en ese entonces, pero luego lo recordaste.
Yo había pensado que se desesperaría o al menos lloraría, pero Micaela me miraba con enojo y actitud desafiante.
—Planeaste todo cuidadosamente. Robaste el pincho y lo escondiste, a lo mejor lo enterraste. De aquí podías salir a cualquier hora: a los internos que no son muy… problemáticos casi ni los controlan. Ya suficiente tienen con los que sí lo son. Sabías que Lucas estaba casi todas las noches en la plaza con sus amigos. Ibas a ir todas las veces que fuera necesario hasta que se te presentara la oportunidad. Sucedió pronto. Escondida, lo viste venir hacia el orinal. Estaba ya cerca. Por fin iba a ser tuyo. Para siempre. Él te vio. Abrió la boca de asombro o para gritar. Le clavaste en el corazón. Y luego con pasión, descontrolada, lo seguiste hiriendo. No dejaste huellas, habrás usado un par de guantes de goma que acá abundan. Eso fue todo. Y creo saber cuándo decidiste deshacerte del objeto de tu manía. Juraría que fue ese mismo día, después de que Lucas se peleara con Gilda. Estabas contenta por esa discusión y te acercaste a él, y le dijiste algo al oído. A mí me explicaste que te susurró algo lindo, que vos eras mejor que Gilda, o cosa parecida. Yo, como un tonto me lo creí. No me di cuenta de que era mucho más probable que Lucas hubiese dicho algo hiriente, maligno. Si así fue, tu cara no estaba radiante de felicidad cuando me saludaste, sino que estaba contraída por el dolor. No querías que nadie se enterara de tu humillación ni de tu pena. Me sonreíste y te fuiste, pero la idea de venganza era en lo único que pensabas.
Supe que estaba en lo correcto en cuanto al momento en que Micaela se había decidido a matarlo porque fue recién entonces cuando se quebró. Evidentemente la fuerte impresión había revivido y ya no podía fingir.
Se tiró sobre la cama, acurrucada, sollozando como no hacía mucho lo había hecho sobre mi hombro. No le veía el rostro, solamente el corto cuello.
—Me dijo… “Dejame en paz, mogólica de mierda”… —suspiró profundamente y luego agregó, mientras volvía a gimotear—: Mogólica de mierda, me dijo.
Sentí que yo también tenía ganas de llorar. Y me había olvidado de Lucas por completo, que hizo algo que nunca imaginé que un resucitado pudiera hacer. Me empujó, apartándome. Caí al suelo sobre una cadera. Él se acercó a Micaela. Le tocó el pelo. Ella habrá pensado que era yo, porque levantó la cabeza dulcemente. Y de inmediato su rostro adquirió una expresión de tal espanto, que espero jamás tenga que verla de nuevo. Sus facciones parecían talladas con estearina fundiéndose. Dio un grito que hizo estremecer mi espina dorsal. Se retiró espantada hacia el balcón, pero Lucas la siguió. Ella no se cayó accidentalmente, se arrojó en busca de la muerte, que debía encontrar benigna en comparación con la pavorosa realidad. Era nada más que el primer piso, pero desde donde estaba escuché el sonido del cráneo al chocar contra la vereda. Lucas se asomó al balcón y se quedó fijo, mirando hacia abajo como un idiota.
Decidí que el horror, la angustia y el arrepentimiento debía dejar para más tarde. Me di cuenta de que todavía no tenía una prueba de la culpabilidad de Micaela. Era importante para que dejaran en paz a los sospechosos. Ya había pensado en eso en el trayecto, así que ataqué la mesita de luz en busca del diario que una chica con la personalidad de Micaela debía llevar. Por Dios, algo bueno tenía que salir de esto. Escuchaba voces fuera de la habitación y en la calle. El diario no estaba en la mesita de luz, sino bajo el colchón. Sólo lo abrí para asegurarme de que contenía anotaciones personales y me lo llevé. Ya habría tiempo de leerlo.
En las escaleras no había nadie. Los que se habían levantado estaban en la vereda. Bajamos con Lucas y le ordené que esperara junto a una pared, al lado de la puerta de calle. Me abrí paso hasta donde estaba Micaela y establecí su fallecimiento. Los enfermeros de guardia (un muchacho robusto y alto y otro totalmente calvo) me miraban sin comprender. Les mostré mi carnet de médico y les dije que me pondría en contacto luego. También los apremié a que llamaran una ambulancia. Mientras lo hacían, me escurrí con Lucas hasta el auto y nos fuimos a la plaza.
Estaba desierta, seguramente debido al miedo por el reciente asesinato. Saqué del coche la pala y un pico pequeño. Yo mismo aparté algunos panes de césped en una zona particularmente oscura y luego ordené a Lucas que cavara y así lo hizo. Me pregunté cómo nos veríamos desde los coches que pasaban por la avenida. Un taxista sin pasajeros nos observó, pero un grupo de chicas le hizo señas desde la otra cuadra y aceleró.
Saqué el diario de Micaela y lo estudié. Como había pensado, era una mina de oro para un psiquiatra. Se podía determinar el avance de su obsesión fecha a fecha. En un párrafo hasta hablaba bien de mí. Y me odié por eso. Pasé las hojas hasta el día del crimen. No decía con todas las letras que había sido ella, pero tampoco dejaba dudas. Hasta estaba la frase de Lucas que había significado su muerte. Peña estaría satisfecho.
Cuando el hoyo alcanzó unos dos metros, le dije a Lucas que se detuviera y que se arrojara dentro de él. Dudó un momento, no porque su voluntad titubeara (ya no tenía voluntad), sino por torpeza, y luego se tiró de pie. Un ruido astillado retumbó en la fosa y me di cuenta de que se había roto algún hueso. Ya no importaba. Tomé la botella y la arrojé sobre él con la suficiente fuerza como para que se rompiera. Escuché el estallido del vidrio y en ese momento todas las palomas y gorriones de la plaza emprendieron vuelo (a pesar de que deberían haber estado durmiendo). Lo sepulté y acomodé como pude los panes de pasto.
Nunca había hecho una cosa así antes y nunca la volveré a hacer (después de todo yo soy un médico; trabajo con las leyes naturales). Lo sé con la misma certidumbre inexplicable que tuve de que no me hubiese sido posible resistirme al impulso cuando éste nació en mi corazón.
Con el paso del tiempo, el lugar de la sepultura fue cubierto enteramente por vigorosas ortigas muertas de tallos relucientes. Nunca me pude explicar por qué.
No quise contarle a nadie el lugar exacto en que sucedió todo esto, pero si alguien, alguna vez, se encuentra en una plaza con sus hijos dándole de comer a las palomas, o pasea con su perro, o descansa simplemente de una larga caminata, y reconoce entre los arbustos las flores blancas y púrpuras de la ortiga muerta, desearía que, cualquiera fuese su religión, y aun si no la tuviera, rece por quien debajo de las flores descansa, y rece también por quien lo puso allí.
La niebla estaba allí
Polvo en el viento.
Todo lo que somos es polvo en el viento.
Kerry Livgren
—¿Será esta noche?
Mandrini sabía que no existía ningún fundamento para responder a su pregunta. Todavía no. Pero necesitaba manifestar su inquietud.
Se ajustó el gabán.
—Puede ser —dijo su compañero—, puede ser.
Mandrini observó por la ventana. El azul de la tarde se oscurecía. El cementerio era una ciudad de pequeñas casas que no encendían luces cuando se acercaba la noche.
El cristal estaba empañado y Mandrini lo limpió con su mano enguantada. La claridad de un farol (el que iluminaba la entrada al edificio del personal) se reflejaba en la brillante humedad del piso.
Su compañero, Requejo, de barba en candado ya más blanca que gris, encendió la radio y un tango llenó la pequeña habitación. Durante largo rato escucharon la música en silencio. De pronto Mandrini se acercó al termómetro que colgaba en la pared de afuera. Estaba colocado muy cerca de la ventana, para que se pudiera leer desde el interior.
—Marca cero grado —dijo Mandrini.
—Enseguida van a pasar el pronóstico.
—El que importa es el de aquí. Está bajando mucho la temperatura. No es normal. Hace un rato hacía cinco grados y ahora marca cero. Y fijate los panteones, están chorreando, parece que sudaran –hizo una pausa-. Y además, lo presiento, Requejo. Decime que vos no lo sentís.
Requejo no dijo nada. Otro tango estaba terminando.
—Es esta noche, ¿verdad?
—Sí, es esta noche.
—¿No habrá quedado nadie, no?
—Hay que fijarse. Lo que podamos.
—Entonces, vamos ya. Cuanto antes, mejor.
—¿Y las palas?
—Están allí, donde están siempre. Por eso no te preocupés.
—Entonces, vamos.
—Sí, vamos.
La voz de la locutora anunció las noticias.
Gonzalo sintió que sus huesos eran como helados caños de hierro incrustados entre sí. Había perdido la noción del tiempo. Se dio cuenta de que ya era de noche, y de que hacía frío, mucho frío. Estaba arrodillado y al levantarse sintió punzadas de dolor en las piernas. Tardó unos segundos en lograr el equilibrio. Tenía que irse y de nuevo la pena lo invadió. De haber tenido lágrimas, habría llorado. Hasta la próxima, Rocío, mi amor, te quiero más que en vida y menos que cuando nos encontremos allá, donde estás. Adiós, Rocío, adiós, mi vida. Besó la punta de sus dedos y los acercó a la madera lustrada. Estaba húmeda.
Escuchó unos pasos y la luz de una linterna le hirió los ojos.
—Señor, qué hace aquí.
Se cubrió con una mano haciendo visera y pudo ver a dos hombres mayores, abrigados con sendos gabanes. Al que tenía la linterna la luz se le reflejaba en sus anteojos de metal redondos. Del otro, la barba clara se le destacaba en la cara. Debían ser empleados. A Gonzalo le costó hablar.
—Perdí… perdí la noción del tiempo y…
—Bueno, después nos cuenta. Ahora tenemos que ir la oficina, rápido —dijo el de la linterna.
—Yo ya me voy.
—Ya es tarde para eso. Venga.
A Gonzalo le sorprendió la autoridad con que el hombre había hablado. Cerró la puerta de hierro y le puso el candado. Una resaca de angustia lo invadió al mirar la oscuridad en que había quedado el pequeño recinto destinado, más tarde o más temprano, a la “Familia Machado”, como advertían las letras negras sobre la pared de granito. Rocío ya ocupaba su lugar. Se volvió y los tres se pusieron en camino. Le extrañó darse cuenta de que estaba desorientado por completo. Caminó siguiendo con la mirada los pies de los dos hombres y, delante de ellos, la luz de la linterna. El silencio, aparte del ruido que hacían al caminar, era tan opresivo que a Gonzalo le hacía zumbar los oídos. Y no había viento. Los árboles parecían esculpidos, como los ángeles sobre los techos de las bóvedas. Sintió el frío en la coronilla; en los últimos meses había perdido el poco pelo que le quedaba en esa parte de la cabeza. Al cruzar una callejuela Gonzalo levantó la vista. Al fondo, lejos, se veía un tenue vapor, aparentemente quieto. Miró hacia el otro lado de la callejuela. También por ese lado había vapor.
—Rápido —dijo el hombre de la barba, que hasta ese momento no había hablado.
Se apresuraron. Llegaron hasta las escalinatas de un edificio con columnas como de un templo griego. En el centro, arriba, se podía leer “Personal” en un cartel verde pizarrón con toscas letras blancas. Seguro que ese cartel no estaba en los planes del arquitecto, pensó Gonzalo con ironía.
Cuando llegaron al cuarto el alivio de los dos empleados era evidente. A pesar de la baja temperatura, el de la linterna estaba transpirando. Le preguntó a Gonzalo cómo se llamaba y luego dijo:
—Yo soy Mandrini, él es Requejo. Tenemos poco tiempo así que no puedo explicar mucho. No sé si vio la niebla cuando veníamos.
—Sí, todo alrededor.
—Alrededor, sí. Pero se va a acercar y va a tratar de alcanzarnos.
—No le entiendo.
—Fácil: la niebla va a tratar de envolvernos. Pero le repito que no hay tiempo que perder. Después discutimos –y añadió por lo bajo:- si es que le quedan ganas.
Requejo ya se había puesto a trabajar. Entregó a Mandrini y a Gonzalo un par de rollos de cinta aisladora bien gruesa, y entre los tres se dedicaron a sellar las rendijas. Todo el perímetro de las puertas, las ventanas, los respiraderos. Gonzalo pensó que habían terminado, pero cuando los resquicios estuvieron cubiertos, los dos hombres comenzaron de nuevo, poniendo más cinta sobre la primera, en ambos bordes. Gonzalo los imitó. Desenrollaba el plástico negro, lo cortaba con los dientes, lo pegaba. Nada de esto tenía mucho sentido. No dejar entrar la niebla. ¿Estarían locos? No parecían desquiciados, pero no siempre la locura es evidente. ¿Cómo una visita a la tumba de su esposa se había transformado en una frenética labor de armar una barrera contra una masa de vapor de agua? Era un delirio. Lo que tenía que hacer era salir de ese lugar que trastornaba. Entonces miró por la ventana.
La niebla estaba allí.
Había avanzado en forma increíblemente veloz. Ahora podía verla bien. No era una niebla común; era lechosa y amarillenta y se movía en volutas, como una silenciosa tormenta marina. Esa niebla… esa niebla no estaba bien.
—Ahí viene —dijo Requejo.
—Espero que este año pase rápido —dijo Mandrini mientras depositaba los rollos sobre la mesa. Después agregó:— Vengan, pónganse aquí en el medio, no estén cerca de las ventanas.
Los dos obedecieron. La bruma alcanzó los vidrios y no se veía más que niebla, turbia niebla de cera que se revolcaba sobre sí misma, como si estuviera venenosamente iracunda.
Gonzalo observó a los hombres. Las arrugas que nacían de la nariz y en las comisuras de la boca eran como tajos negros sobre los rostros pálidos. Tenían miedo, eso era indudable, pero no tanto como para perder la compostura. Aparentemente no era la primera vez que pasaban por esto.
—Tranquilo —le dijo Mandrini—, estamos bien aislados.
Gonzalo asintió con la cabeza. Volvió a mirar las ventanas. Notó que la niebla no tenía la misma consistencia en todas partes. Sobre el borde izquierdo de la ventana pequeña el vapor había tomado más densidad que en otros lados. Casi parecía sólida, de nácar.
Y el vidrio estalló hacia adentro. Gonzalo sintió cómo una astilla le rozaba la mejilla.
Y la niebla se derramó.
Gonzalo miró a los hombres. Estaban estáticos, no sabían cómo reaccionar. Seguro que esto nunca les había sucedido. Gonzalo supo que tenía que hacer algo. Buscó desesperadamente por toda la habitación cualquier objeto, lo que fuera, para tapar el agujero. Unas sillas, una heladera y una cafetera. Nada que sirviera. Entonces tuvo una idea. Se sacó la campera, la hizo un bollo y se arrojó sobre el hueco. Sus manos se hundieron en la niebla y fue como meterlas en la nieve.
—¡Los gabanes!
Los empleados entendieron y se sacaron los gabanes, pero no se animaban a acercarse al banco neblinoso que había ingresado. Gonzalo se dio cuenta y les ordenó que le arrojaran los abrigos. Así lo hicieron y Gonzalo, a pesar de que le dolían terriblemente las manos y los antebrazos, se las arregló para taponar la entrada. Solamente necesitó su campera y otro gabán, que ayudaba a sostenerlo.
Se miró las manos. Estaban transparentes de tan congeladas. Los hombres observaban con recelo la porción que había ingresado, y Gonzalo también la miró. Pero parecía que al quedar separada de la masa principal, estaba perdiendo fuerza. Se movía, pero indecisa, y poco a poco se desvanecía.
—¿Alguien me va a ayudar?
Por fin los hombres se atrevieron a moverse y se acercaron a Gonzalo. Lo hicieron sentar y le envolvieron las manos con el gabán no utilizado. Gonzalo no sentía sus extremidades.
—Hay que calentarlas de a poco —Mandrini le frotó los brazos por sobre el gabán.
—Ojalá que no rompa otro vidrio —dijo Requejo.
Gonzalo pensó que si rompía otro vidrio, estaban perdidos. El solo mirar las ventanas lo angustiaba, pero por lo menos la neblina no se concentraba en ningún sector determinado. Además, la parte que había ingresado ya estaba disuelta. Tal tuvieran suerte, después de todo.
La radio dejó de sonar.
No se oía ni el clac-clac de un reloj de pared, ni el crujir del techo, ni el viento, ni la propia respiración. Nada. Gonzalo tragó saliva sólo para hacer algún ruido y convencerse de que no estaba sordo. Pero pronto comenzó el murmullo. Un murmullo que no era precisamente humano, aunque no dejaba de serlo por completo. Un susurro de dolor y zozobra. Provenía de la niebla, claro, y no creció en volumen, pero produjo en Gonzalo la melancolía más intensa que jamás había experimentado. Se sentía solo en medio del espacio, como si tuviera que pasar el resto de la eternidad en ese vacío, sin recordar un pasado, ni esperar un futuro. Solo en el espacio, para siempre. Se dio cuenta de que le corrían lágrimas a los costados de la nariz y sintió la salinidad en sus labios. Miró a los hombres y vio que también lloraban. Mandrini lo miró.
—Ya se está yendo.
Era verdad. La niebla estaba igual de turbulenta, pero menos densa, más descolorida. El murmullo también se estaba apaciguando. La primera forma que se distinguió afuera fue la de una cripta, antigua y gris. La niebla se retiraba como si alguien hubiese quitado el tapón del desagüe. Ahora que se veía la simple oscuridad de la noche, costaba creer que hacía tan sólo unos momentos habían estado en peligro de muerte, de una acechante muerte gélida.
Gonzalo cerró los puños. Apartó el gabán y se miró las manos. Estaban sanas. La radio comenzó a transmitir música de violines. Todo había vuelto a la normalidad, todo había pasado.
—Terminó —dijo Gonzalo.
Los hombres se miraron entre sí, pero no contestaron. Ellos también mostraban alivio, pero cierta dureza en sus expresiones denotaba que algo todavía les preocupaba.
Requejo sacó el gabán y la campera de la ventana y le alcanzó esta última a Gonzalo. Luego salió de la habitación. Gonzalo sintió que la campera estaba húmeda y fría.
Mandrini lo miró con cara de malas noticias y le dijo:
—Pasó una parte, pero no todo. Digamos que… ahora viene lo peor.
—¿Lo peor? ¿Peor que esto? ¿No me puedo ir todavía, entonces? —Gonzalo notó una cierta histeria en su propia voz.
—Es que… esta niebla tiene consecuencias, digamos. Cada año, después de que viene y se va, deja…, produce…, quiero decir, resucita un muerto.
Mandrini parecía avergonzado, como si fuera el anfitrión que informa de un desperfecto en las cañerías de su mansión.
Gonzalo iba a preguntar algo, pero decidió ser más práctico. Los sucesos recientes le habían indicado eso.
—¿Y qué tenemos que hacer?
—Requejo fue a buscar palas. Tenemos que salir a buscar al resucitado, que no tiene fuerza y es bastante tonto, le aclaro. Puede resucitar cualquiera. A veces cadáveres nuevos y a veces gente que murió hace tiempo. Con la pala, pegándole donde corresponde, cortándole la cabeza o atravesándole el corazón, vuelven a morir enseguida.
Qué bueno contar con un experto, pensó Gonzalo. Más claro, echale agua.
—Bien, hay que buscarlo, pegarle con la pala para que muera otra vez y después qué.
Mandrini pareció sorprendido.
—¿Después? Después lo enterramos.
Llegó Requejo con las palas y miró a Gonzalo buscando saber si ya estaba enterado. Gonzalo le hizo un gesto de asentimiento y Requejo le respondió con otro, tranquilizado.
—Vamos —dijo Mandrini—, pero sólo una cosa más.
—Qué.
—No toque al muerto por nada del mundo. Sólo con la pala, repito: sólo con la pala. Ya hemos visto lo que pasa si alguien lo toca. Y ahora vamos, que cuanto antes, mejor.
Los hombres salieron, aunque a Gonzalo le hubiera gustado preguntar qué sucedía si se lo tocaba. Pero quizás era mejor no enterarse. No lo tocaría y punto.
El Cementerio de la Chacarita es inmenso, así que tuvieron que separarse. Inclusive así, tres personas podrían tardar horas en recorrerlo.
Requejo se dirigió hacia la derecha, tomando una diagonal, Mandrini al centro y Gonzalo encaró hacia la izquierda.
Gonzalo aferró la pala cruzándola sobre el pecho. Enfrente, en el asfalto, vio algo tirado. De cerca pudo ver lo que era. Un gato. Un gato negro que ahora estaba blanco, cubierto de escarcha. Lo tocó con la punta de la pala. Duro como una piedra de hielo. Pobre, él no había podido escapar. Siguió avanzando y más allá descubrió otro animal muerto. Esta vez era una paloma sobre una cruz.
Llegó hasta el mausoleo de Jorge Newbery. La formidable estatua representaba a un grupo de cóndores posado sobre las rocas de los Andes, que observaba impotente a un moribundo Ícaro, un hombre con alas en vez de brazos. Gonzalo pensó que existía la posibilidad de que fuera Newbery el resucitado y tal vez él tuviera que volver a matarlo. Apartó el pensamiento de su mente. Ni sabría quién había sido en vida, en el caso, además, de que fuera él quien encontrara al aparecido.
Siguió por la diagonal 113. Gonzalo se fijaba en los pasajes que formaban los panteones. Derecha e izquierda, izquierda y derecha, apretando la pala.
Mandrini había dicho que los resucitados no eran particularmente inteligentes ni tenían fuerza, ni, suponía Gonzalo, tampoco poseían agilidad. Pero no podía evitar pensar que estuviera escondido y saltara por sorpresa sobre él cuando pasara. Era el terror infantil a la oscuridad, que nunca se iba del todo, por muy adulto que uno se creyera. Sólo que esta vez no era infantil. Eso debía recordarlo.
La diagonal se abrió en una especie de rotonda, y fue ahí donde vio la figura femenina. Estaba sentada sobre el empedrado y sobre unos hierbajos que crecían entre los cantos. Tenía las piernas plegadas, juntas, y cargaba su peso sobre uno de los muslos. Mantenía la cabeza gacha y todo el cuerpo vibraba, como si le costara mantener el equilibrio, como si se hubiera despertado después de un largo sueño. Y eso era exactamente lo que había sucedido.
Gonzalo apresuró el paso y estaba por lanzar la voz de alarma cuando algo lo detuvo. El vestido. Él conocía ese vestido. Lo recordaba. Recordaba cuando lo había elegido del armario, porque era ese el vestido, de vaporoso raso turquesa, que tanto le gustaba a ella. Y a él, porque la hacía lucir primorosa. Y recordaba cuando lo puso en una bolsa de plástico con un dibujo de Papá Noel (la primera que había encontrado) y luego habérselo llevado al hombre de la funeraria, para que vistiera con él a su esposa, que esperaba en un cajón. Y la había vestido, y luego estaba ella, rodeada de dalias color cereza, carmín y damasco, que a Rocío le encantaban. Tan viva, tan muerta.
Dejó caer la pala.
Se acercó hacia la inestable figura. Todavía no le veía la cara.
—Rocío…
La figura continuó en la misma postura.
—Rocío…
Se acercó todavía más y alargó una mano para tocarle el hombro.
La voz de Mandrini lo detuvo en el gesto.
—¡No la toque! ¡No, señor, no la toque por nada del mundo!
¿Qué no la toque? Pero si era ella, Rocío, a quien tantas veces había acariciado y besado.
“¡No la toque!”
Gonzalo recordó la advertencia que Mandrini y Requejo le habían dado antes. Tal vez de verdad no debía tocarla, tal vez no era realmente Rocío quien estaba allí, sino sólo lo que había sido su cuerpo, animado por alguna fuerza inconcebible.
“¡No la toque!”
La figura alzó la cabeza y miró directamente a Gonzalo. Y Gonzalo vio su rostro. Lo primero que notó fue que su carne no se había corrompido. El pelo negro, despeinado, se corrió de la frente y sus ojos límpidos, sin muerte, lo observaron, como suplicando. Era el mismo rostro. El mismo que había amado y reconstruido en su mente durante los últimos interminables meses. La misma boca de labios finos que tantas veces había besado, con las simpáticas marcas que se le formaban cuando sonreía. Las mismas mejillas suaves que había apretado contra las suyas. La misma Rocío.
“¡No la toque!”
Y la tocó. Recorrió con el dorso de la mano su mejilla. Y una fuerza glacial lo invadió desde las plantas de los pies hasta la coronilla. Sintió una gelidez lacerante que congelaba su cuerpo, envolviéndolo en un dolor blanco y afilado. Y luego vino la angustia, la misma angustia universal que había sentido antes, sólo que esta vez en toda su furia, en toda su plenitud. Entre el dolor y la congoja, llorando, sintió que su cuerpo perdía consistencia, como si se disolviera. Como el de Rocío. Con el de Rocío.
Fue lo último que pensó.
Los hombres observaron cómo Gonzalo y la figura se disolvían, como una nube que de pronto pierde una forma que resulta familiar, para volver a ser simplemente una nube. O niebla. Los cuerpos perdieron su color, su forma, su densidad y fueron eso: una niebla lechosa y amarillenta que se esparcía por el piso.
—Otra vez —dijo Requejo.
—Por desgracia.
—¿Y qué te hizo venir a buscarlo?
—Qué sé yo. Me imaginé lo peor. Y pasó.
—Igual llegamos tarde.
—Sí.
Se quedaron mirando hasta que la niebla se esfumó en el aire y nada quedó del hombre ni de la figura. Y cuando ya no hubo nada que observar, levantaron la pala que había quedado tirada y volvieron a la oficina. Todavía tenían que despegar la cinta aisladora.